Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 22: Los Ecos del Pasado.

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La bruma del amanecer apenas se filtraba entre las ramas retorcidas de los árboles centenarios cuando Esmeralda y Arturo se adentraron en lo más profundo del bosque.

El silencio entre ellos era denso, pesado, cargado de una expectativa latente, pero no incómodo. Arturo caminaba a su lado con paso firme y seguro, guiándola entre raíces resbaladizas, árboles caídos y humeantes, y muchos otros repletos de musgo húmedo que cubría el suelo forestal.

Ambos sentían en el pecho la urgencia de encontrar a los humanos desaparecidos, un punzante aguijón de preocupación, pero también… algo más los envolvía: un magnetismo silencioso, una atracción innegable, como si cada paso los llevara no solo hacia el exterior, en busca de respuestas, sino hacia dentro de sí mismos, desenterrando verdades.

—Tan solo tenías diez años —comenzó Arturo de pronto, su voz grave y pausada, rompiendo el hechizo del silencio, pero con una dulzura inesperada—. Estabas llorando, sola, en medio de varios cuerpos tirados en la tierra, inmóviles. Recuerdo los disparos… el estruendo de los gritos. Algunos de esos cuerpos aún se movían, susurrando, intentando respirar una última vez. Era un infierno.

Esmeralda sintió un escalofrío helado recorrerle la espalda, una punzada de memoria que no sabía que tenía. Sus manos se aferraron instintivamente a uno de sus brazos.

—Yo… no recuerdo mucho de ese día —dijo en voz baja, casi temiendo escucharse a sí misma—. Solo... sombras, ruidos lejanos, miedo.

—Corrí hacia ti sin pensarlo, impulsado por una fuerza que no comprendía —continuó él, sus ojos miel fijos en el horizonte, en el recuerdo, tratando de no revelarle todavía su secreto; no quería que huyera al saber que era un cambiaforma o licántropo—. Y tú… tú te aferraste a mí con una fuerza que me sorprendió, como si tu vida entera dependiera de eso. Me abrazaste con fuerza, sin siquiera saber quién era yo. No hablaste. No lloraste en voz alta. Solo… temblabas, un pequeño ovillo de miedo.

Ella bajó la mirada, un nudo doloroso y antiguo creciendo en su garganta, presionando su pecho.

—Te llevé al castillo de mis padres, a la seguridad de mi hogar —continuó él, con una ternura casi palpable en la voz, como si la acariciara con sus palabras—. Pero no pasó mucho tiempo antes de que una fiebre muy alta te dominara por completo. No respondías… delirabas, te quemabas. Y como según el médico de la manada eras humana, no supieron cómo ayudarte. Nos tocó llevarte en barco a Barlón, a la isla más cercana, pensando que allá podrían salvarte. Pero los médicos humanos nos rechazaron. No quisieron tocarte, temían lo que no entendían.

—¿Cómo pudiste soportarlo todo eso? —preguntó Esmeralda de pronto, levantando los ojos hacia él—. Yo era una desconocida… una niña enferma. ¿Por qué hiciste tanto por mí?

—No lo sé —respondió él con sinceridad—. Era como si algo me dijera que tenía que protegerte. Que te pertenecías a algo… a mí. Aunque entonces no lo entendía.

Esmeralda lo escuchaba en silencio, con los ojos brillantes por las lágrimas no derramadas, cada palabra de Arturo desenterrando fragmentos olvidados, piezas de un rompecabezas.

—¿Y luego? —susurró ella.

—Íbamos de regreso al puerto… sin esperanza, el corazón roto, cuando una mujer anciana, de ojos sabios, se acercó a nosotros. Dijo que era una bruja, que poseía el don de la visión. Te tocó la frente con sus dedos arrugados y murmuró algo que no entendí, una lengua antigua. Luego, en su cabaña, me miró a los ojos, fijos y penetrantes, y dijo: “Ella no puede volver contigo. No todavía. Su poder es fuerte. Si regresa a la isla… lo cambiará todo. Despertará lo que duerme y revelará lo oculto.” Hizo una pausa, y añadió: “Además, tú y ella… están destinados a encontrarse de nuevo. Sus almas se reconocerán. Son mates.” —Arturo se detuvo, su mirada profunda—. Y ahora, aquí estamos.

Arturo se detuvo. Su mirada se encontró con la de Esmeralda. Ella dio un paso atrás, como si esas palabras hubieran rasgado algo dentro de ella.

—Mates… —repitió en voz baja, con incredulidad y temor.

—Lo eres todo para mí, Esmeralda —confesó Arturo, dando un paso hacia ella—. Pero necesito que tú lo sientas también, que me aceptes como tú compañero de vida.

La joven se detuvo de golpe, sus pies anclados al suelo del bosque. Su respiración se agitó, volviéndose entrecortada. Su cuerpo entero comenzó a temblar, no de frío, sino de una verdad que pugnaba por salir.

—Esmeralda… —susurró Arturo, girando su rostro hacia ella con preocupación. Ella soltó su brazo. Él quería tocarla, pero algo se lo impedía. Era como si un escudo invisible se interpusiera.

Esmeralda cayó de rodillas al suelo, las manos presionadas contra su cabeza, como si quisiera contener una explosión. Un grito desgarrador, primario, escapó de su garganta, una liberación de años de represión.

—¡Ahhhhhh! —su voz vibró en el aire húmedo del bosque.

Arturo se agachó junto a ella, alarmado, su corazón contraído por el dolor ajeno, pero no la tocó. Sabía que estaba atravesando un umbral invisible, un velo que se rasgaba, abriendo puertas oxidadas dentro de sí, desenterrando recuerdos traumáticos.

Las imágenes brotaron en la mente de Esmeralda como un río desbordado, violentas y crudas:
El rostro severo y avaricioso de Elías, su padre, el hombre que la llevó a la isla Lúmina.
Su voz seca, cortante, llena de desprecio, y el dolor punzante de sus golpes… la forma en que la usaba como un amuleto de la suerte, una herramienta, no una hija.

La noche en que él la sacó de su casa, un lugar de soledad, y la llevó a escondidas con su equipo, con sus máquinas ruidosas.

Las miradas de miedo y asco que le dirigían los otros hombres, como si ella fuera una maldición andante.

El temblor incontrolable en sus manos cada vez que él se acercaba.

El odio crudo que emanaba de su padre, su resentimiento.
Las palabras duras, grabadas a fuego en su alma: “Todo es culpa tuya. Si muero será por tu maldita suerte. Por tu culpa, estúpida niña.”




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