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*****Horas Antes*****
La noche aún no había cedido del todo al amanecer; una penumbra violácea se aferraba al cielo como un sudario. En el interior del vehículo mágico, un carruaje de ébano que se deslizaba sin sonido por la carretera encantada rumbo a la manada del Este, la Manada Paz, el silencio era espeso, casi sagrado, solo roto por el suave crujir de las ruedas invisibles sobre el camino.
Erika iba sentada entre sus padres, una figura rígida y tensa. Su rostro, frío y pálido como el mármol recién tallado, miraba sin ver por la ventana, sus ojos fijos en la oscuridad que comenzaba a disolverse. No había pronunciado una sola palabra desde que salieron del castillo, desde que la humillación la había calado hasta los huesos.
Su madre le había tomado la mano en silencio, un gesto de consuelo inútil, y su padre había apretado los labios, conteniendo las miles de palabras que deseaba decirle: los reproches, las explicaciones, las súplicas.
Su alma gritaba desde el fondo de un abismo helado, desgarrada por la traición, envuelta en la humillación más profunda que jamás había experimentado.
El eco fantasmal de los susurros de la multitud, las miradas de lástima que la habían atravesado como dagas… y sobre todo, la imagen imborrable de Arturo sonriendo a otra mujer, una mitad humana y bruja, todo eso la desangraba por dentro.
“No más,” resonó una voz en su mente, fría y decidida.
“No más lágrimas. No más esperar una promesa que nunca se cumplirá. No más obedecer, no más ser la víctima.”
Apretó con fuerza una pequeña esfera de obsidiana que llevaba oculta en la manga de su vestido nupcial roto, su textura fría y suave contra su piel.
Era su esfera mágica personal, su conexión más íntima con su poder, un vínculo que ardía con su propia rabia, un obsequio de su madre, según le había dicho, una reliquia familiar.
La acarició con los dedos, sintiendo la energía latir, y pudo ver el pasado: horas antes, en una visión, Esmeralda llegando con varios humanos. Erika sonrió con malicia y susurró un conjuro entre dientes, apenas audible, un aliento de viento oscuro.
—Duerman hasta que el sol esté en su punto más alto.
Estefanía parpadeó, sus párpados pesando de pronto, como si el sueño la atrapara de forma repentina e irresistible. Daniel frunció el ceño, sus músculos tensos en un último intento por resistir.
—¿Erika? ¿Qué estás…? —preguntó, su voz ya somnolienta, arrastrada.
Pero no terminó la frase. Antes de que pudiera comprender, un leve resplandor púrpura envolvió a sus padres y al chófer, y cayeron en un profundo sueño encantado, sus cabezas ladeándose contra el respaldo del asiento.
Erika los observó un segundo más, sintiendo una punzada fugaz de culpa, un diminuto aguijón en su corazón… que sofocó de inmediato con el fuego abrasador de su rabia y la amargura de la traición.
Arrojó la llave del vehículo hacia afuera del coche y lanzó un hechizo de protección al vehículo para asegurar que nadie los molestara.
—Lo siento, mamá… papá… —susurró, su voz cargada de una extraña determinación—. Pero no voy a quedarme esperando a que otros decidan mi destino por mí. Nunca más.
Con una agilidad sorprendente, se bajó del vehículo sin hacer ruido, sus pasos apenas perturbaron el suave ronroneo mágico.
Pronunció un hechizo, y su vestido de novia se transformó inmediatamente en un traje negro de batalla, ceñido y práctico. Se hizo una trenza ajustada en el cabello oscuro, sintiéndose satisfecha con su nueva imagen.
Su orgullo herido no le permitiría más humillaciones, más noches de lágrimas silenciosas, más desprecios de Arturo y la lástima de todos en la isla. Esta vez, ella escribiría su propia historia, con su propia tinta, su propia venganza.
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Erika se teletransportó a una zona boscosa remota, donde unas cabañas de madera tosca se alzaban ocultas entre la niebla densa y los viejos robles. Aquel era su refugio secreto. Un sitio que sus padres creían abandonado y en ruinas, pero donde ella y sus amigos más fieles —aquellos que la seguían ciegamente— se reunían en secreto desde hacía años, practicando hechizos y compartiendo frustraciones. Tenía a su disposición varios brujos y lobos, quienes la seguían y la respetaban.
Golpeó la puerta de madera con un código de tres golpes, una pausa deliberada, y dos más. Al instante, Clari, su amiga de toda la vida, quien siempre la había apoyado en sus locuras, abrió con una linterna en mano, sus ojos de lobo dilatados por la sorpresa.
—¿Erika? ¡Por la Luna! ¿Qué haces aquí a esta hora? ¿Y tus padres? Deberías estar celebrando tu boda en el castillo de la manada Renacimiento —declaró Clari, su voz un susurro de asombro y preocupación.
—Necesito tu ayuda. Y la de todos, Clari —dijo Erika, su voz baja y seria, con un tono que no admitía réplicas—. No puedo quedarme cruzada de brazos. Arturo… Arturo me humilló frente a todos. ¡Me dejó en el altar por una humana! ¡Una bruja que ni siquiera sabe de dónde vino! ¡Una intrusa!
—Erika… —susurró Clari, asombrada por la intensidad de su amiga, por la furia que irradiaba—. ¿Estás segura de lo que vas a hacer? Es… peligroso.
—¿Segura? Estoy más que segura. Estoy furiosa. Y decidida —replicó Erika, sus ojos brillando con una luz extraña y peligrosa—. Ya no soy la prometida del heredero del Alfa Supremo. Pero eso no significa que no tenga poder. Mi magia no se ha ido; de hecho, arde más fuerte. La esfera me mostró algo: esa humana vino con otros humanos, y ahora están perdidos en nuestra isla. Son su debilidad. Si los atrapo, si los tengo en mi poder… ella se irá. ¡Y él volverá a mí! ¡Tiene que volver a mí!
Clari dudó por un instante, su lealtad dividida entre la amistad y la prudencia, pero la mirada de Erika era como un pozo sin fondo, un abismo de dolor y determinación del que era imposible escapar. Dolor, sí… pero también fuego. Rabia. Una determinación inquebrantable que no permitía objeciones.