Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 24: La Caza de la Bruja Despechada.

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El bosque dormía, pero algo lo despertó con un estremecimiento. Un murmullo sutil se transformó en el galope silencioso de patas sobre el musgo húmedo, y luego en aullidos contenidos, casi inaudibles, que se mezclaban con el silbido del viento.

Sombras se deslizaban entre los árboles como espectros oscuros, lobos de ojos brillantes como brasas y pelajes oscuros, que seguían a una figura vestida de negro. Sus pasos no hacían ruido, pero su presencia lo llenaba todo: el aire, la tierra, la propia oscuridad.

Era Erika. Ya no lloraba. Ya no temblaba. La bruja herida, el corazón roto de la prometida abandonada, había dejado su lugar a una mujer empoderada, fría como el hielo, sedienta de una justicia pervertida… o de una venganza implacable. Su aura era palpable, una niebla oscura de determinación.

—¡Despliéguense! —ordenó sin girarse, alzando una mano envuelta en energía morada que pulsaba débilmente en la penumbra—. ¡Rastréenlos! Los humanos no deben salir de este bosque. Ni uno solo debe escapar. Los quiero con vida, pero quiero que sientan el miedo.

Los veinte jóvenes que la seguían —algunos brujos, con sus músculos tensos bajo la piel, otros hombres ya transformados en lobos de pelaje oscuro y ojos penetrantes— se detuvieron un segundo, sus figuras difusas entre los troncos.

Uno de ellos, Lucan, de pelaje oscuro y ojos inquietos, frunció el ceño y se adelantó unos pasos, su voz teñida de duda.

—Erika… esto está yendo demasiado lejos. Son humanos, sí, ¡pero están perdidos! Tal vez ni siquiera saben dónde están ni cómo llegaron aquí. Esto es territorio sagrado. No podemos simplemente cazarlos… es contra las leyes ancestrales.

—¿Ah, no? —Erika giró lentamente, y sus ojos brillaron con un fulgor sombrío que disipó cualquier objeción en la mirada de Lucan—. ¿Y qué propones, Lucan? ¿Qué les prepare una fogata? ¿Les dé té caliente y un mapa para que encuentren el camino de vuelta? ¿Acaso olvidaste lo que hicieron los humanos la última vez que entraron a esta isla? ¡Destruyeron una parte de nuestro bosque! ¡Mataron muchos animales! ¡Ensuciaron nuestros ríos por su avaricia insaciable!

—Eso fue hace once años, Erika —dijo una voz más suave, la de una loba de pelaje blanco como la nieve, llamada Kaia, su voz un murmullo apaciguador—. Estos parecen jóvenes. No están armados. No parecen soldados… ni buscadores de minerales. Deben estar asustados. El bosque es un desastre.

—¡No tienen que parecerlo para ser una amenaza! ¡No tienen que tener armas para destruir nuestro hogar! —gritó Erika, su voz elevándose con una furia contenida, y alzó su esfera mágica, que pulsó con más intensidad—. ¿Acaso olvidan quién soy? ¡Soy la hija del Alfa del Este! ¡La futura Luna que todos despreciaron por una bruja cualquiera! ¡Ellos trajeron a esa bruja a nuestra tierra, a nuestra isla protegida! ¡Ellos son humanos, nuestros enemigos!

Con un movimiento violento de su mano, una ráfaga púrpura, densa y brillante, salió de la esfera y envolvió a todos a su alrededor.

Los que estaban en forma humana cayeron de rodillas, sus ojos nublados, sus cuerpos rígidos como estatuas de piedra, incapaces de moverse o protestar. Los lobos transformados aullaron de dolor contenido, sus músculos tensándose y cediendo bajo la fuerza invisible.

—No quiero objeciones. Quiero obediencia ciega. ¿Entendido? —Su voz, gélida y autoritaria, no admitía réplicas.

Uno a uno, los que se resistían, los que habían osado cuestionarla, inclinaron la cabeza en señal de sumisión. Su voluntad cedía bajo el peso abrumador del poder de Erika, un poder que crecía con cada gota de su rabia, cada punzada de su humillación.

—Divídanse en grupos de cinco —ordenó, ahora con voz firme, absoluta, como la de una generala en el campo de batalla—. Los más ágiles, en forma de lobo. Rastréenlos por el viento, por el olor, por el instinto. El resto, conmigo. Seguiremos rastreando.

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Los aullidos, ahora transformados en gemidos silenciosos, se apagaron al llegar a una zona rocosa y escarpada, donde el olor a humedad y tierra vieja se mezclaba con un perfume inconfundible, rancio y acobardado: el aroma a humano. El fuego se había apagado completamente.

—¡Aquí! —gritó Clari, con su hocico pegado al suelo rocoso, sus fosas nasales dilatadas por el rastro—. ¡Este olor… es humano! ¡Y está fresco! ¡Están aquí!

Los lobos se agazaparon, los músculos tensos, listos para el asalto. Erika se adelantó, y sus ojos azules brillaron con una luz maliciosa al ver la entrada a una cueva natural, oculta tras un velo de ramas y enredaderas.

—Allí se esconden… —susurró con una satisfacción cruel, una sonrisa torcida asomando en sus labios, como si el bosque mismo le hablara, revelándole sus secretos.

Sin perder tiempo, varios lobos se lanzaron directo hacia la entrada de la cueva, sus cuerpos deslizándose con sigilo. A esa hora, la oscuridad del amanecer era espesa, casi palpable. Dentro, el aire olía a miedo, a sudor y a la desesperación de los que se sentían acorralados.

—¡¿Qué es eso?! —gritó Marcelo, quien permanecía vigilante despertando al resto, su voz quebrada por el pánico, al ver los ojos brillantes y salvajes que emergían desde la penumbra, acercándose.

—¡Son lobos! ¡Lobos! —chilló Lía, abrazándose a sí misma, sus ojos desorbitados de terror—. ¡Nos van a matar!

—¡No se muevan! —gritó uno de los chicos del grupo, un ingeniero que intentaba mostrar valentía, empuñando un machete que había traído consigo—. ¡No nos harán daño! ¡Permanezcan inmóviles!

Pero los lobos, hambrientos de venganza y guiados por el mandato psíquico de Erika, no tendrían piedad. Dos de ellos se lanzaron directo hacia el humano armado, sus garras desenvainadas. El muchacho, asustado y desesperado, blandió su machete con torpeza, pero logró herir a uno de ellos en el costado, abriéndole una herida superficial.




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