Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 25: El Señuelo.

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Mientras Esmeralda caminaba junto a Arturo por los senderos húmedos del bosque, envuelta aún en el torbellino de recuerdos recién despertados, en otro rincón de la isla, Erika maquinaba su trampa final.

El cielo comenzaba a teñirse de rosado y dorado, y la bruma matinal se alzaba como un velo misterioso sobre los árboles. Las sombras se desdibujaban, y la claridad naciente proyectaba una calma engañosa. Erika, con la mirada fija en el horizonte, dio su primera orden.

—Déjenlo ahí… junto al árbol más viejo —indicó con voz baja pero firme.

Dos de sus lobos más leales sacaron al ingeniero José de la cabaña; aún herido, lo arrastraron sin compasión. El hombre apenas podía moverse, pero alcanzó a balbucear:

—¿Dónde… me llevan…?

Lía gritó desesperada, forcejeando con los demás lobos.

—¡Déjenlo! ¡Él no puede estar solo! ¡No ve que está grave! ¡Estás loca! ¿Es que acaso no tienes corazón?

Pero Erika no volteó ni una sola vez. El ingeniero fue dejado apoyado contra un árbol, su rostro cubierto de sudor y sangre, su respiración entrecortada. Sus palabras, aunque débiles, se elevaron en el aire tranquilo del amanecer:

—Ayuda… ¿hay alguien?

Y ese fue el sonido que interrumpió el paso de Arturo y Esmeralda, quienes ya caminaban cerca, siguiendo un presentimiento invisible.

—¿Oíste eso? —preguntó Esmeralda, deteniéndose de golpe.

—Sí… suena como un quejido —respondió Arturo, concentrando su olfato—. Y sangre. Vamos.

La luz del amanecer filtrándose entre los árboles les dio un sentido de urgencia. Corrieron, esquivando ramas y raíces, hasta llegar al claro donde José yacía al pie del árbol.

—¡José! —corrió Esmeralda, agachándose a su lado—. ¿Qué te pasó? ¡Esto se ve muy mal!

El ingeniero no podía hablar bien, solo jadeaba.

—La cabaña… Una mujer… nos tiene atrapados… hay lobos… magia…

—Es Erika —exclamó Arturo, su rostro contraído por la furia contenida.

Esmeralda colocó sus manos sobre la herida de José. Una luz verde, suave y tibia como el sol naciente, emergió de sus palmas. José comenzó a relajarse. La herida cerró lentamente.

—¿Qué… estás haciendo? —preguntó José con asombro, notando la piel sanar.

—Sanarte —respondió Esmeralda—. Todo va a estar bien.

—¿Tú también eres una bruja? —inquirió José, sus ojos fijos en el milagro ante él.

—No hagas preguntas cuyas respuestas no quieres conocer, respira y relájate, todo va a estar bien —le dijo Esmeralda mientras le transmitía paz con la mirada.

Arturo la miraba con una mezcla de asombro y admiración por su habilidad. Cuando José se puso de pie, Esmeralda lo ayudó a caminar, su apoyo firme.

—¿Puedes guiarnos hasta la cabaña?

El hombre asintió, aunque aún con el rastro del miedo en sus ojos.

Avanzaron. Pero Arturo se tensó, sus sentidos alerta.

—No estamos solos… hay alguien más cerca.

—¿Qué sientes? —preguntó Esmeralda.

—Lobos, pero también hay brujos. Siento su magia —murmuró Arturo, su instinto de protección activado.

Apenas cruzaron un grupo de árboles, varios hombres salieron de entre la vegetación, bloqueándoles el paso. Aunque parecían humanos, sus ojos y posturas los delataban. Eran licántropos.

Esmeralda se aferró a Arturo.

—¿Qué… qué son ellos?

—No temas —le dijo él, un protector férreo—. Nadie te tocará.

—Bienvenidos —dijo entonces una voz fría y conocida.

Desde entre los árboles, Erika apareció envuelta en una túnica oscura, su cabello recogido en una trenza que caía sobre su espalda. La luz del amanecer teñía su piel de dorado, pero sus ojos estaban cargados de sombras, reflejando su ira.

—Arturo… llegó la hora. Elige.

—No tengo que elegir. Ya lo hice —dijo Arturo con firmeza, su mirada fija en Erika, sin vacilar—. Te lo dije. Mi compañera es Esmeralda.

Erika bajó la mirada. Por un segundo, pareció dolida, una punzada de dolor atravesando su fachada.

—Y pensar que serías mi esposo… Pero por su culpa no lo logramos —dijo Erika, señalando a Esmeralda con resentimiento.

—¡Estás loca, Erika! Eres igual o peor que tu abuela —espetó Arturo, la paciencia colmándose.

Erika respiró hondo… y su sonrisa volvió, torcida y peligrosa, una mueca de victoria.

—Tienes razón, soy peor que Jennifer… prepárate para perderlo todo.

Erika levantó la mano, sus dedos envueltos en oscuridad mágica, y lanzó un hechizo directo hacia Arturo. Él apenas tuvo tiempo de reaccionar. Su cuerpo convulsionó con un espasmo doloroso, cayendo de rodillas con un grito ahogado. Sus músculos temblaban, sus ojos se oscurecían como si algo muy dentro de él quisiera salir… pero no podía.

—¡Arturo! —gritó Esmeralda, el pánico apoderándose de ella.

—No puede ser… —jadeó él con desesperación, la conexión con su amado lobo rota.

—Estás bajo mi hechizo —susurró Erika, deleitándose en su agonía—. No podrás ayudarla.

—¡Arturo! —gritó Esmeralda de nuevo, corriendo hacia él.

—Estoy… estoy bien —jadeó, aunque su rostro estaba pálido y su aliento corto. Parecía pelear contra sí mismo, como si una fuerza interior quisiera despertar… y el hechizo lo hubiese sellado, encarcelando su poder.

—¿Qué le hiciste? —exigió Esmeralda a Erika, furiosa, su propia magia comenzando a chispear en sus palmas.

—Solo le quité su parte más valiosa —susurró Erika, relamiéndose los labios con placer—. La que ni tú conoces.

Y sin darle más tiempo, se lanzó contra Esmeralda con violencia, una ráfaga de furia.

Pero Arturo, aún temblando por dentro, logró levantarse. Su cuerpo humano, debilitado y sin la capacidad de transformación, fue suficiente para interponerse entre ambas.

Intentó transformarse para proteger a Esmeralda, pero el hechizo no lo dejaba, manteniéndolo cautivo en su forma humana.

—¡Detente! —rugió Arturo, su voz cargada de impotencia y rabia.




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