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El sol apenas comenzaba a elevarse sobre las cumbres brumosas de la isla Lúminica cuando Ángel, el Alfa Supremo, y Milagro, su Luna, cruzaron las imponentes puertas del castillo principal.
El ambiente ya no era de calma matutina; estaba cargado de una energía palpable, una mezcla de nerviosismo, poder ancestral y un presagio inminente. La mansión, usualmente serena, vibraba con una expectación tensa.
Ángel, con la mandíbula apretada en un gesto de concentración, caminó a paso firme por los pasillos de mármol blanco, sus botas resonando con autoridad. A su lado, Milagro mantenía la cabeza erguida, aunque sus ojos miel escaneaban cada rincón con una preocupación silenciosa, su instinto maternal en alerta.
Apenas ingresaron al vestíbulo principal, Ángel levantó el rostro y llamó con su voz grave, que reverberó en el espacio:
—¡Alfonso!
El beta, Alfonso, apareció en cuestión de segundos, la respiración agitada por haber estado organizando los preparativos desde el alba, sus pasos rápidos y eficientes.
—Mi señor —dijo con una reverencia profunda, su postura indicando respeto y disposición.
—¿Ya está preparado el gran salón? Dentro de poco llegarán los ancianos y los brujos mayores de todas las manadas. Que se les sirva agua fresca, y mantén a los guardias atentos. Nadie entra sin mi autorización directa. ¿Entendido?
—Sí, Alfa —respondió Alfonso con seriedad, y desapareció con la misma presteza por el corredor, ya ejecutando las órdenes.
En el gran salón, el corazón de la fortaleza, ya se encontraban los líderes de las manadas vecinas, sentados alrededor de una imponente mesa de madera tallada con símbolos antiguos que contaban historias de generaciones. La luz de la mañana entraba a raudales por los ventanales, iluminando el rostro de los presentes con un resplandor dorado, casi teatral.
León, el jefe de la Manada Esperanza del Oeste, estaba junto a su esposa Julia y sus hijas gemelas, dos adolescentes de cabello azabache y miradas desafiantes que no dejaban de observar el entorno con una curiosidad inquieta, sus ojos oscuros brillando con impaciencia.
También estaban presentes Manuel, el antiguo beta de Ángel —un hombre corpulento con una cicatriz profunda que le atravesaba el cuello, testimonio de viejas batallas— y Adela, líderes de la Manada Amanecer del Norte. Su hijo, un niño de once años con ojos atentos e inusualmente penetrantes, permanecía en silencio entre ellos, terminando su desayuno con una expresión aburrida, ajeno a la creciente tensión.
—Falta Daniel y su esposa —comentó Adela en voz baja, acariciando el cabello de su hijo con ternura—.
—Después de lo que ocurrió con Erika... es posible que no venga —comentó Julia.
—Si no vienen —intervino su esposo con los brazos cruzados y el ceño fruncido, su voz tajante—, lo tomaremos como un acto de rebeldía y oposición. No olvidemos que Erika casi nos mata a todos anoche. Su magia estaba fuera de control, fue un caos.
Julia suspiró con discreción y se dirigió a sus hijas, su voz suave pero firme:
—Vayan a sus recámaras, niñas. Ya no es un tema para ustedes.
—Tú también, pequeño, ve a jugar, pero no te alejes —dijo Adela a su hijo, que asintió sin quejarse y salió corriendo tras las gemelas, aprovechando la oportunidad para escapar.
—No podemos acusar a nuestros aliados sin pruebas —dijo Julia con tono sereno, posando una mano firme sobre el brazo de su esposo, intentando calmar su impetuosidad—. Aunque admito que es extraño que no se presenten.
—¿Pero con qué propósito Ángel nos ha convocado tan temprano? —inquirió León, sin disimular su impaciencia, su vista fija en la puerta.
—Tal vez sea por la nueva bruja —opinó Manuel, su voz grave—. ¿Vieron su poder anoche? Creo que es más fuerte que Erika… y además, es la mate de mi sobrino Arturo.
En ese instante, la puerta principal se abrió con solemnidad y Ángel entró en el salón, su presencia imponente acallando de inmediato las voces, un aura de poder llenando la estancia. Iba acompañado por Milagro, cuya elegancia se sumaba a la solemnidad del momento. Detrás de ellos, las sirvientas ingresaron rápidamente, recogiendo los platos y limpiando la mesa con eficiencia. El olor a pan recién horneado se mezclaba con el aroma del café recién servido.
—Saludos, amigos —dijo Ángel con voz grave, sus ojos recorriendo a los líderes con respeto—, gracias por permanecer aquí en lugar de regresar a sus manadas. Esta reunión es crucial. Y sí, se trata de Esmeralda.
Milagro se sentó a su lado y ambos comenzaron a desayunar apresuradamente, sus gestos indicando la urgencia, mientras los demás los observaban en silencio, expectantes.
—Les pido paciencia —añadió Ángel—. La situación es grave. No tomaremos decisiones hasta que todos estén presentes.
Julia se levantó ligeramente y saludó a Milagro con una reverencia respetuosa. Años atrás, sus diferencias habían causado tensiones, pero con el tiempo, habían aprendido a coexistir en armonía, valorando la fuerza de la otra.
—Cuéntanos, Ángel —pidió Manuel, el tono más cercano—, ¿qué está ocurriendo? Somos tu familia. Tus verdaderos amigos.
Ángel asintió, pero fue Milagro quien tomó la palabra, su voz cargada de la historia que estaba a punto de desvelar:
—Esmeralda estuvo aquí hace once años. Arturo la encontró durante una balacera entre humanos, justo en el bosque, mientras buscaban ese mineral desconocido que tanto codician. Era solo una niña, de apenas diez años. Arturo sintió de inmediato el vínculo: era su compañera.
—Pero pronto enfermó —continuó Ángel, retomando el hilo de la historia—, una fiebre que ningún sanador de la manada pudo curar. Milagro y mi hijo la sacaron de la isla. En Barlon, en el mundo humano, no quisieron tratarla. Fue una bruja, también llamada Adela, quien nos ayudó.
—Ella nos advirtió que la conexión entre Arturo y Esmeralda era inestable. Juntos eran un caos. Ninguno sabía controlar su poder —añadió Milagro con un dejo de nostalgia por el pasado y la dificultad de esa decisión—. Así que dejamos a la niña en una cabaña del bosque, bajo la protección de esa bruja. Fue entonces cuando descubrimos que Esmeralda es hija de Samanta.