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Mientras Alfonso y seis guerreros partían a toda velocidad en dirección a la Manada Paz, un aire denso y eléctrico cubría el castillo. Los líderes reunidos esperaban la llegada de Daniel, sin saber que el verdadero horror se aproximaba por otro camino, mucho más cercano y urgente.
En el exterior, el cielo comenzaba a cubrirse de nubes grises, y el viento, ahora más fuerte, arrastraba el olor del bosque húmedo y la tierra removida. Pero también… un rastro tenue de sangre.
Los centinelas apostados en la entrada del castillo alzaron la vista cuando un crujido inusual entre los árboles atrajo su atención. Uno de ellos frunció el ceño y dio un paso al frente, la mano en la empuñadura de su arma.
—¿Quién está ahí? —su voz resonó, aguda en la quietud.
De pronto, de entre las sombras, emergió Arturo.
Su andar era errático, un arrastre doloroso. Las piernas cubiertas de sangre fresca, el rostro pálido como la cera, el cabello empapado de sudor, la ropa rasgada y manchada. Avanzó apenas unos pasos más antes de desplomarse de rodillas sobre las losas de piedra del patio principal, con un golpe sordo que retumbó como una campana de alarma.
—¡Mi señor! —gritó uno de los guardianes, su voz llena de alarma mientras corría hacia él—. ¡Es el hijo del Alfa! ¡Arturo!
—¡Alfa! —exclamó otro, al ver la sangre que manaba de sus piernas. La gravedad era evidente.
Arturo levantó el rostro con dificultad, los ojos llenos de desesperación, pero también de una furia contenida.
—Ellos la tienen… —jadeó, con la voz rasgada por el dolor y la urgencia—. A Esmeralda… y a los humanos… son muchos. Son demasiados… No pude salvarlos…
—¡Alerta! —gritó el guardia, su voz rompiendo el silencio del amanecer—. ¡Que venga un sanador de inmediato! ¡Y avisen a los Alfas! ¡Ahora!
Los gritos de alarma resonaron por los pasillos del castillo, como campanas de guerra que despertaban a toda la fortaleza.
Un instante después, Milagro y Ángel aparecieron corriendo, sus rostros contraídos por la angustia, seguidos por varios miembros de la manada.
—¡Hijo! —gritó Milagro, arrodillándose junto a él y sujetándolo con fuerza antes de que su cuerpo cayera por completo—. ¿Qué ocurrió? ¿Dónde está Esmeralda?
—Madre… —susurró Arturo entre jadeos, la voz apenas audible—. Fue Erika… ella los encontró… los lobos que la siguen… no son leales a padre… son suyos… la obedecen solo a ella…
—¿Erika? —preguntó Ángel, alarmado, la incredulidad y la furia mezclándose en su voz—. ¿Estás diciendo que mi sobrina ha secuestrado a los humanos?
—No solo eso… —dijo Arturo, apretando los dientes ante el dolor que lo consumía—. Tiene una choza escondida en el bosque, más allá del paso de los Tres Riscos… Ella se ha rebelado, padre. No está sola. Usa su magia para manipular a los guerreros… los controla como marionetas. Cuando intenté ayudar a Esmeralda, me atacaron. Apenas logré escapar. Me quitó… mi conexión con mi lobo…
Milagro se levantó de golpe, con el rostro blanco como la ceniza, el horror reflejado en sus ojos.
—¿Y Esmeralda? ¿Está viva?
Arturo asintió con dificultad, un atisbo de esperanza brillando en su mirada.
—Sí… estaba viva. Pero no sé cuánto tiempo más podrá resistir. Los humanos estaban aterrados. Ya han sido atacados…
—¡Suficiente! —tronó Ángel, con una voz tan grave y potente que hizo temblar las ventanas y acalló los murmullos—. ¡Que preparen a los guerreros de élite! ¡Vamos a traer a Esmeralda de vuelta! ¡Y a poner orden en este caos!
—¡Y a mi sobrina también! —añadió León, que acababa de escuchar la conmoción y había entrado al salón con sus hijas detrás, su rostro endurecido por la traición—. ¡Si Erika ha traicionado a la isla, debe pagar por ello como cualquier otro!
—¡No podemos apresurarnos! —replicó Julia, su esposa, intentando mantener la calma en medio de la vorágine—. Necesitamos pruebas más allá de lo que vemos aquí.
—¡¿Acaso la sangre en las piernas del heredero no basta?! —espetó Milagro, tomando el brazo de Arturo para ayudarlo a incorporarse, sus ojos fijos en la herida de su hijo—. ¡Han herido a mi hijo! ¡Han secuestrado a Esmeralda y a los humanos bajo nuestra protección! ¡Esto es un acto de guerra!
Ángel se giró justo en ese momento hacia Alfonso, quien había regresado desde el sendero principal al escuchar el alboroto, jadeando levemente por la carrera.
—Alfonso, cambia la orden. No vayas por Daniel. Reúne a nuestros mejores guerreros. En menos de una hora, salimos hacia los riscos. Si Erika está detrás de esto… se lo haré pagar yo mismo.
Arturo, aún débil, sujetó la muñeca de su padre, su determinación ardiendo en sus ojos.
—Déjame ir contigo.
—Estás herido —le dijo Ángel con dureza, aunque en su voz se percibía el orgullo—. Debes descansar.
—¡No! —exclamó Arturo, con los ojos encendidos de furia y fuego, una voluntad inquebrantable—. Es mi compañera. La mujer que amo. No me quedaré aquí mientras ella sufre por proteger a quienes confían en ella. Debo ir.
Ángel sostuvo su mirada unos segundos, viendo el reflejo de su propia fuerza en los ojos de su hijo. Luego asintió con lentitud, reconociendo la determinación que definía a su linaje.
—Te daré media hora para sanar lo suficiente y equiparte. Después, no habrá vuelta atrás.
Milagro abrazó a su hijo con fuerza, susurrándole al oído mientras la luz del amanecer comenzaba a llenar el patio:
—Ella está viva… tú la vas a traer de regreso, mi niño. Lo sé.
Y así, mientras los guerreros se alistaban, el sonido metálico de las armas y las botas llenando el castillo, mientras los tambores de guerra comenzaban a resonar en las entrañas de la fortaleza, la cacería por la rebelión y el rescate comenzaba.
El destino de Lúminica, y de todos sus habitantes, estaba a punto de escribirse con sangre… y magia.
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