Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 28: Buscando a la traidora.

El ambiente en el castillo era una cuerda tensa, cargado de una energía contenida, como la calma que precede a una tormenta inminente.

Lobos de distintas manadas patrullaban los pasillos, alistando sus armas. El metal frío relucía a la luz, y sus movimientos eran rápidos, precisos, afinados por el instinto.

El sol estaba alcanzando su punto más alto, y la mañana había pasado en un torbellino de preparativos.

Ángel, el Alfa Supremo, estaba en su despacho, su figura imponente inclinada sobre un viejo mapa de la isla, mientras Milagro, su Luna, permanecía a su lado, la preocupación dibujada en su rostro.

—Estas cabañas… —dijo Ángel con voz grave, señalando una zona boscosa del norte con un dedo—. Fueron construidas hace años por Jennifer, la abuela de Erika. Nadie las usa desde su muerte. Eran parte de su red de escondites, incluso yo lo ignoraba hasta hace poco.

Milagro lo miró sorprendida, sus ojos ampliándose.

—Por lo visto, Erika heredó algo más que su poder. Heredó su astucia… y su insaciable sed de control.

Ángel asintió con amargura, el peso de esa revelación palpable.

Milagro tragó saliva, el peligro que entrañaba Erika, ahora desatada, era real y tangible. Se volvió hacia las escaleras y subió al segundo piso, donde Arturo reposaba.

Al abrir la puerta de su habitación, lo encontró de pie frente al espejo, ajustando su armadura de cuero negro.

Sus heridas ya no supuraban, aunque aún mostraba rasguños visibles en la piel, su postura era firme y decidida, la de un guerrero listo para la batalla.

—¿Hijo? —llamó Milagro suavemente, su voz llena de ternura y aprehensión.

Él giró hacia ella con una sonrisa que no ocultaba la furia contenida en sus ojos, un fuego oscuro que ardía desde el interior.

—¿Sí, madre?

Ella se acercó despacio, sus manos ahuecando el rostro de su hijo.

—Tus heridas… casi han desaparecido.

—La sangre de mi linaje hace su parte —respondió con un intento de humor que apenas enmascaraba un secreto—. Estoy bien, de verdad. No puedo descansar mientras la vida de mi compañera y sus amigos esté en juego.

Milagro suspiró, con el corazón apretado por la mezcla de orgullo y miedo.

—¿Estás seguro de que quieres ir? Tu padre puede ir con los guerreros… No tienes que arriesgarte así.

—Ya no soy un niño —interrumpió Arturo con firmeza, su voz resonando con la autoridad que comenzaba a forjar—. Tengo 26 años. Soy el futuro Alfa de esta manada. Un alfa muy poderoso, un alfa supremo. Es hora de que Erika entienda quién manda en esta isla.

Milagro le dio un beso tierno en la frente y bajó la mirada por un segundo, asintiendo con resignación ante la inquebrantable determinación de su hijo.

—Solo prométeme que volverás… y que traerás a Esmeralda.

—Lo prometo.

Minutos después, las imponentes puertas del castillo se abrieron con un chirrido solemne. Ángel lideraba la comitiva, su figura imponente irradiando autoridad.

A su lado, Arturo caminaba con paso decidido, su determinación palpable. Detrás de ellos, los seguían el beta Alfonso, Manuel y varios guerreros de élite.

Algunos portaban armas, otros llevaban espadas imbuidas en plata negra, que parecían absorber la luz; otros portaban arcos con flechas de obsidiana, listas para la caza.

El viaje fue veloz. La manada corría a través del bosque en forma humana, pero con reflejos de lobo, sus cuerpos moviéndose con una agilidad sobrenatural.

Cruzaban senderos ocultos, esquivando raíces antiguas, deslizándose entre ramas como sombras silenciosas. El aire olía a tierra húmeda, a hojas caídas, y a una magia vieja que impregnaba el lugar.

Cuando llegaron a las cabañas, el panorama era desolador.

—Aquí fue —dijo Arturo, alzando la mano y señalando las cabañas—. Aquí tenían a los humanos.

Las estructuras estaban vacías, desoladas. Las puertas, abiertas de par en par, como si la salida hubiese sido apresurada, caótica. Dentro de una de las cabañas, aún humeaban las brasas de una fogata olvidada, el calor remanente confirmando la prisa.

—No han salido hace mucho —murmuró Ángel, tocando las cenizas con la punta de sus dedos, su olfato agudizado captando el rastro.

Arturo pateó una silla rota contra la pared, la frustración estallando.

—¡Maldición! Erika se nos ha escapado.
Milagro llegó instantes después, con un grupo de rastreadores, sus ojos escudriñando el entorno con precisión.

—¿Madre, qué haces aquí? —preguntó Arturo con el ceño fruncido, su sorpresa evidente.

—Vine a apoyarlos —respondió Milagro con firmeza, su presencia un ancla de fortaleza.

—Se han marchado hace menos de media hora —dijo uno de los acompañantes de la Luna, su nariz pegada al suelo, siguiendo el rastro—. Podemos seguir su rastro. Es claro.

—¿Hacia dónde se dirigen? —preguntó Ángel, su voz urgente.

—Hacia el oeste. Se internan más profundo en el bosque, probablemente hacia los riscos de Lavayn.

—¿Los riscos? —preguntó Arturo, sus ojos abriéndose de asombro—. ¡Es una locura! ¡Ahí hay cuevas infestadas de criaturas salvajes! ¡Es un laberinto natural!

—Precisamente por eso —dijo Ángel con gravedad, su mirada fría y calculada—. Si Erika se oculta allí, no será fácil sacarla. Pero no nos rendiremos. No ahora.

—Pero todos corren riesgo en esas cuevas, padre —insistió Arturo, la preocupación por Esmeralda palpable.

—Hijo, no te preocupes —dijo Milagro, interponiéndose con calma—. Esmeralda es muy poderosa. Ella puede protegerse y proteger a sus amigos. Lo he sentido.

Arturo apretó los puños, la mirada fija en los árboles, una mezcla de esperanza y temor.

—Eso espero. De igual modo, no dejaré que le haga daño a Esmeralda ni a los humanos. Esta es mi guerra también.

Milagro colocó una mano sobre su hombro, fuerte, protectora, dándole un apoyo silencioso.

—Entonces iremos juntos.




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