La bruma cubría los riscos de Lavayn como un velo espeso, danzando entre los pinos retorcidos y ocultando el sendero entre sombras movedizas.
El grupo liderado por Ángel, el Alfa Supremo, avanzaba con paso firme, a pesar de que el terreno traicionero y la creciente lluvia los obligaba a andar con extrema cautela.
Las piedras húmedas resbalaban bajo sus botas con cada pisada, y cada trueno lejano sacudía el cielo plomizo, anunciando una tormenta formidable que se avecinaba.
Arturo iba al frente, su figura tensa, la nariz alzada en el aire gélido y húmedo, inhalando profundamente en busca de cualquier pista, cualquier aroma que los guiara. Su ceño fruncido y sus ojos oscuros reflejaban una mezcla intensa de frustración y una furia contenida que amenazaba con estallar.
—Esto no tiene sentido —gruñó de pronto, deteniéndose en seco, el sonido de su voz áspera contra el estruendo de la lluvia—. Los olores terminan aquí… como si se hubieran disuelto en el aire, desvanecido en la nada.
Ángel se acercó, su mirada entrenada examinando el terreno con la misma perspicacia, olfateando el aire con concentración.
El silencio que siguió era inquietante, solo roto por el repiquetear incesante de la lluvia que caía repentinamente con una fuerza cada vez mayor.
—Nos han engañado —dijo Ángel con seriedad, entrecerrando los ojos, su voz baja y grave—. Erika nos hizo creer que estaban aquí… una distracción. Mientras nosotros los perseguíamos, ella ganaba un tiempo precioso para alejarse.
—¡Maldición! —exclamó Arturo, un grito ahogado de rabia. Con un furioso puntapié, lanzó una roca inmensa con el pie hacia el gran abismo que se abría junto a ellos, sin importarle el dolor que pudiera causarle la acción. Su aliento salía caliente y empañado en el frío húmedo del ambiente, su cuerpo temblaba de impotencia.
La lluvia empapaba sus ropas hasta los huesos, borrando por completo cualquier rastro de olores y huellas, como si el bosque mismo, con su densa vegetación y la tormenta, quisiera proteger a Erika, cubriendo su escape.
Ángel lo miró con dureza, su voz firme y autoritaria, un recordatorio de la disciplina militar.
—Volvamos. Debemos reagruparnos antes de que la noche nos alcance. Esta tormenta nos dejará ciegos y sordos… y no pienso perder a más hombres por una trampa bien orquestada.
Arturo vaciló, su mirada aún clavada en el camino que ya no llevaba a ninguna parte, el rastro desaparecido. Luego murmuró, su voz apenas audible bajo el chaparrón:
—Mi madre… tal vez ha encontrado algún rastro. Comunícate con ella. Ella tiene el olfato más fino en la lluvia.
Ángel asintió, cerrando los ojos por un segundo mientras intentaba vincularse con Milagro mentalmente, enviando una ráfaga de pensamientos urgentes, pero ella lo rechazaba. La conexión estaba bloqueada, quizás por la distancia, o por la misma tormenta que interfería con la magia. El ceño de Ángel se frunció.
—Lo intentaré. Pero tú también debes pensar con claridad. Erika es lista, sí, pero no invisible. La atraparemos juntos, hijo. No importa cuánto se esconda.
Arturo bajó la mirada por un segundo, el agua chorreando por su rostro y su cabello pegado a la piel. Luego, asintió lentamente, una determinación sombría instalándose en su mirada. Pero en su interior, algo ardía con más fuerza que la rabia, un propósito que trascendía la simple cacería.
No se trataba solo de cazar a Erika… se trataba de proteger a Esmeralda, de encontrarla antes de que fuera demasiado tarde.
Mientras el grupo de Ángel se retiraba, sus pisadas apagándose bajo la lluvia en dirección al castillo, en un rincón oculto y sagrado de la isla, Erika reía con una satisfacción desbordada, observando desde su esfera mágica cómo los lobos se alejaban, sus siluetas difusas por la distancia y la bruma.
—Tontos… —susurró con una sonrisa torcida, que no alcanzaba sus ojos fríos—. Jamás nos buscarán en este lugar sagrado.
Estaba rodeada de sus seguidores, en el corazón latente de una mina antigua, custodiada por poderosos hechizos y oculta a los ojos del mundo por siglos.
Las paredes de roca resplandecían suavemente con una luz azulada y etérea, irradiada por el mineral de Lúmina, la sustancia más poderosa y misteriosa de todo el archipiélago.
Sus destellos se reflejaban en los ojos sorprendidos de los humanos cautivos e incluso de algunos lobos que, pese a su herencia, jamás imaginaron pisar un lugar tan sagrado y prohibido.
—Este mineral… —murmuró uno de los seguidores, con la voz llena de asombro, tocando la superficie brillante de la roca—. ¿Es el que da poder a todos en la isla?
Erika giró hacia él, con una sonrisa fría que no invitaba a la calidez, sino al respeto.
—Es más que eso. Es la misma fuente de la vida en esta isla. Es poder puro, energía cristalizada. Gracias a este mineral, somos una especie única, capaz de lo impensable. Y ahora está bajo nuestro control absoluto.
Mientras todos exploraban fascinados los túneles brillantes, absortos en la maravilla del Ilvayem, en una cámara más profunda y apartada, una figura yacía inconsciente sobre una roca lisa, pulida por el tiempo.
Era Esmeralda, con el rostro pálido y demacrado, los labios partidos, y los brazos cubiertos de moretones de un color púrpura oscuro. Erika la había golpeado brutalmente al enterarse de la huida de Arturo, desahogando su furia contenida, y luego la habían traído cargada hasta allí, dejándola debilitada, casi inerte, como una muñeca rota.
Pero Esmeralda no estaba del todo dormida. Su cuerpo descansaba, sí, un respiro necesario después del tormento, pero su mente… estaba en otro lugar, flotando en un plano espiritual.
La niebla la rodeaba, no una niebla fría y oscura, sino una luminosa, vibrante. Flotaba en una especie de campo dorado, inmenso y sin fin, lleno de luces centelleantes que parecían estrellas vivas. Voces susurraban en el viento, un coro melodioso y antiguo. Voces femeninas. Fuertes. Determinadas. Sabias.