Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 30: Un Escape Desesperado.

El frío húmedo de la roca se aferraba a Esmeralda mientras sus ojos se abrían de golpe.

No había confusión ni aturdimiento en su despertar, solo una claridad cristalina que la atravesaba hasta los huesos. Las ataduras de cuerda que aún ceñían sus brazos y pies se desintegraron con un imperceptible crujido, como si nunca hubieran estado allí.

El cuerpo magullado que un instante antes había sido una muñeca rota, ahora vibraba con una energía extraña, cálida y potente.

Estar sola en ese profundo silencio le brindaba una paz inusual, una calma que la llenaba de fuerzas para continuar con su propósito.

Sus heridas abiertas se desvanecieron ante sus propios ojos, la piel volviéndose inmaculada, sin rastro del brutal ataque de Erika.

Sobre su pecho, el collar de Ilvayem, el mineral de Lúmina, latía con una luz suave, como un corazón propio, un eco palpable de la conexión recién forjada con su madre y el antiguo linaje de Guardianas.

Se irguió, notando el tenue resplandor azulado del mineral en las paredes de la mina. No solo lo veía; lo sentía.

Una red de venas luminosas se extendía bajo la tierra, palpitando con la vida misma de la isla. Con un aliento tembloroso, extendió una mano hacia la roca más cercana.

El mineral respondió, un pulso de energía que se disparó por su brazo, no doloroso, sino estimulante, casi eléctrico.

La mina, sus pasillos, los seres que la habitaban... todo se reveló en un mapa mental, tan claro como si lo estuviera viendo con sus propios ojos.

Sus amigos. Estaban cerca.

Un arrebato de fuerza la impulsó. Debía actuar. No había tiempo para dudas o lamentaciones.

La promesa a su madre, el amargo juramento de rechazar a Arturo y sellar la isla, pesaba en su corazón como una losa, pero por ahora, su única verdad era la supervivencia de sus amigos.

Se movió sigilosamente por los túneles. Los murmullos de los guardias de Erika se hicieron más claros, junto con el gemido ocasional de uno de los cautivos.

La mina era un laberinto, pero para Esmeralda, cada túnel, se había vuelto familiar, casi una extensión de su propio ser. Podía sentir las vibraciones de los pasos cercanos, el tenue olor a lobo, el miedo humano que impregnaba el aire.

Al doblar un recodo, vio la luz parpadeante de una linterna. Dos cambiaformas de Erika, imponentes y tensos, vigilaban una caverna más grande.

Dentro, acurrucados en el suelo frío y húmedo, estaban sus amigos: Lía, Marcelo, y los demás humanos. Sus rostros demacrados, sus ropas sucias y harapientas. Un nudo de ira gélida se formó en el estómago de Esmeralda.

—¡Hey, ustedes! —gritó, su voz resonando con una autoridad que no sabía que poseía. No había vacilación, solo una determinación inquebrantable.

Los hombres se giraron, sorprendidos, sus ojos brillando en la penumbra. Uno de ellos gruñó, con ganas de transformarse.

—¡Tú! ¿Cómo te soltaste? ¡Imposible!

El hombre se transformó en lobo, muy grande y fiero, se lanzó, una sombra de pelaje y músculos tensos. Esmeralda no pensó; simplemente reaccionó.

Levantó ambas manos, y una ráfaga cegadora de luz azul-blanca brotó del mineral en las paredes, bañando al lobo.

No era un calor quemante, sino una energía pura que lo lanzó hacia atrás con fuerza, contra la pared de roca, dejándolo aturdido, desplomado en el suelo.

—¿Qué… qué fue eso? —balbuceó el segundo cambiaformas, retrocediendo con cautela, sus ojos fijos en Esmeralda.

—Esto —dijo Esmeralda, y sintió cómo el Ilvayem respondía a su voluntad con una obediencia absoluta. Una vena de cristal en el suelo se encendió con un brillo intenso, y una onda de energía vibró a través del piso, golpeando al hombre en los pies, haciéndole perder el equilibrio. Cayó con un gemido, retorciéndose.

Con los guardias neutralizados temporalmente, Esmeralda corrió hacia la caverna, el corazón latiéndole con fuerza.

—¡Esmeralda! —exclamó Lía, sus ojos inyectados de lágrimas de alivio, una punzada de esperanza encendiéndose en su rostro exhausto.

Marcelo, más cauteloso pero no menos asombrado, se puso de pie, sus ojos fijos en Esmeralda y el rastro de su poder.

—¿Están bien? —preguntó Esmeralda, arrodillándose rápidamente. Tocó a Lía y sintió una chispa sanadora pasar por su piel, calmando el dolor y el cansancio acumulado de la joven.

Lía bajó la mirada, sus labios temblaban de emoción y vergüenza. Esmeralda la tomó de la mano con firmeza, y con un suave gesto la animó a ponerse de pie. Lía, aún temblorosa, se levantó con la ayuda de Esmeralda y, al incorporarse, la abrazó con fuerza, como si ese abrazo pudiera reparar todo el miedo y el dolor contenido.

—Yo… pensé que Erika te mataría —susurró Lía, con la voz quebrada por las lágrimas contenidas—. Cuando empezó a golpearte… sentí tanto miedo, Esmeralda. No pude moverme. No hice nada… y eso me está matando por dentro.

Esmeralda, todavía débil por el esfuerzo de la curación y el despliegue de poder, pero con la mirada iluminada por una nueva claridad, levantó una mano y la posó sobre el hombro de Lía.

—No te culpes, Lía —dijo con empatía—. Ella nos tenía atrapados a todos. Yo la vi, también vi el miedo en tus ojos, pero también vi tu fuerza. Si estás aquí, si sobreviviste, es porque eres una mujer fuerte. No peleas con los puños, sino con tu corazón.

—Perdóname… por no ayudarte.

Esmeralda la tomó de la mano, con firmeza.

—Me ayudaste más de lo que crees. No estás sola, Lía. Ya no.

—Sí, pero… ¿qué te pasó? ¿Y cómo…? —comenzó Marcelo, señalando a los cambiaformas aturdidos con un gesto de la cabeza.

—No hay tiempo para explicaciones. Debemos salir de aquí. Erika nos tiene atrapados.

Algo dentro de Marcelo lo hacía quedarse. No quería alejarse de Erika, aunque supiera que era lo mejor para todos. Era una atracción extraña, incomprensible, que tiraba de él.

Mientras Esmeralda ayudaba a los demás cautivos a ponerse de pie, uno de los lobos aturdidos comenzó a incorporarse, soltando un gemido que rápidamente se convirtió en un aullido de alerta.




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