El aire en la mina se volvió denso, casi irrespirable, cargado con la electricidad de una colisión inminente.
Erika, con el rostro contorsionado por una furia que rozaba la locura, alzó sus manos. Un remolino de energía oscura, viscosa y amenazante, se formó entre sus palmas, creciendo con cada segundo.
Sus ojos, antes de un azul gélido, ardían ahora con una luz carmesí, inyectados de una malevolencia que no era del todo suya.
—¡NO ESCAPARÁS, GUARDIANA! ¡ESTA ISLA ES MÍA! —gritó Erika, su voz retumbando en los túneles como una maldición, haciendo vibrar la roca misma.
Esmeralda no respondió con palabras. En cambio, sintió el Ilvayem vibrar bajo sus pies, un coro silencioso de las Guardianas que la impulsaba.
Con una determinación férrea, levantó sus propias manos. El collar en su cuello pulsó, ardiendo con una energía que se extendía por sus venas. Una ola de luz azul-blanca, pura y potente como el corazón de una estrella, emanó de ella, chocando de frente con la oscuridad de Erika.
Fue un impacto de fuerzas primarias: la luz vital de la isla contra la magia corrupta de la bruja. El choque resonó, no como un estallido, sino como un quejido profundo de la tierra, enviando ondas de energía que hicieron temblar las rocas a su alrededor y un eco de polvo danzó en el aire.
—¡Vayan! ¡Al barco! ¡Regresen al mar! —gritó Esmeralda a sus amigos, cuyas figuras se habían detenido, petrificadas por el horror al ver la silueta amenazante de Erika. Marcelo y Lía y los demás humanos la miraron con incredulidad, sus rostros pálidos, sus ojos suplicantes.
—¡Esmeralda, no! —chilló Lía, su voz un lamento que se quebraba.
—¡No podemos dejarte! —exclamó Marcelo, dando un paso hacia ella, desafiando la magia que se desataba.
Pero Esmeralda no dudó. El pasadizo resbaladizo que había abierto aún se extendía ante ellos, una promesa de libertad.
Con un último despliegue de su voluntad, el mineral en las paredes se activó con un zumbido poderoso que llenó la caverna. Las rocas comenzaron a deslizarse con un estruendo sordo, no para bloquear, sino para cerrar por completo el túnel recién creado, sellando la entrada con una precisión implacable.
—¡VAYAN! —su voz fue un trueno, llena de una autoridad que no dejaba lugar a discusión. La luz del Ilvayem brilló con una intensidad cegadora, empujándolos hacia adelante, hacia la salida.
Los gritos horrorizados de sus amigos se desvanecieron cuando el pasadizo se cerró detrás de ellos con un sordo estruendo, como un portón ancestral batiéndose.
El eco de sus voces, llenas de desesperación y miedo, resonó en el corazón de Esmeralda, una punzada de dolor por el sacrificio de separarse para siempre de sus amigos.
Estaba sola con Erika. Todos los seguidores de la bruja habían huido de la caverna por miedo a que se derrumbara sobre ellos, presintiendo la magnitud de la batalla que se avecinaba.
Esmeralda había cumplido la primera parte de su promesa. Ahora, solo quedaba ella y la bruja.
Erika rio, una risa áspera y desquiciada que rebotó en las paredes de la mina.
—¿Sola? ¡Qué ingenua! Crees que este poder insignificante te salvará de mí. ¡Yo soy más fuerte! Yo controlo la oscuridad. ¡Soy la bruja más poderosa de esta isla!
Esmeralda la miró a los ojos, sintiendo la densa capa de malicia y dolor que envolvía a Erika.
El mineral de la isla le reveló algo más profundo: no solo la magia oscura, sino también la raíz de esa oscuridad, una semilla plantada por la abuela de Erika, Jennifer, que había crecido y se había retorcido, consumiendo el alma de Erika como una enredadera venenosa.
El collar en su cuello de Esmeralda vibró con una nueva urgencia. La voz de su madre, Samanta, le susurró en la mente: limpia, purifica.
—No vine a luchar, Erika —dijo Esmeralda, su voz tranquila a pesar de la tormenta que rugía en su interior, un contraste punzante con la furia de la bruja—. Vine a liberarte. Tu abuela Jennifer te corrompió. Esa oscuridad no es tuya.
Erika detuvo su risa, sus ojos dilatados por la sorpresa, luego se estrecharon en una mueca de desprecio.
—¿Liberarme? ¡Estás loca! ¡Soy libre! ¡Soy poderosa! ¡Y esta isla será mía, Esmeralda, no te atrevas a decirme qué es o no es mío!
—Según mi madre, eso es lo que tu abuela siempre quiso —replicó Esmeralda, la voz de Samanta resonando con más fuerza en su mente, mostrándole pequeñas visiones del pasado: la silueta de Jennifer, imponente y sombría, manipulando todo a su antojo, intentando dominar al Alfa Supremo, Ángel, para gobernar la isla—. Ese es el deseo de ella, Erika, no el tuyo.
—Siempre el bien vence al mal. No temas, hija, ha llegado la hora —dijo la voz de Samanta a Esmeralda, infundiéndole valor.
Erika, tambaleante por la avalancha de verdad y las visiones que Esmeralda le proyectaba, lanzó una andanada de esferas de energía negra, que se arremolinaron como pequeñas tormentas.
Esmeralda las recibió. No las desvió, sino que las absorbió. Su cuerpo resplandeció al contacto, desde su interior sentía cómo ella purificaba la oscuridad, transformándola.
El proceso fue doloroso, una quemazón interna que se extendía por sus venas, pero soportable gracias a la guía de las Guardianas.
—¡No puedes controlarme! —siseó Erika, cada vez más desesperada, su magia perdiendo fuerza con cada embate—. ¡Esta magia es mía!
—No es tuya. Nunca lo fue —respondió Esmeralda, dando un paso adelante, su aura de luz expandiéndose. El collar en su pecho vibró con más fuerza, su luz azul-blanca intensificándose hasta volverse casi cegadora.
Sus ojos se fijaron en la esfera mágica que flotaba al lado de Erika, la verdadera fuente de la mayor parte de su poder corrompido, la herencia maldita de Jennifer que la estaba esclavizando
—Esa esfera… esa es la verdadera fuente de tu oscuridad. Es el ancla de Jennifer.
Erika palideció, su sonrisa desquiciada desapareció por completo. El miedo cruzó su rostro.