Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 32: Revelaciones.

La tormenta arreciaba con furia contra los gruesos muros del castillo, cada ráfaga de viento y golpe de lluvia un eco de la ansiedad que reinaba en su interior.

En el gran salón, a la luz de las chimeneas crepitantes, Arturo y Ángel esperaban. La frustración roía a Arturo, estaba inquieto y temblaba de impotencia. La búsqueda de Esmeralda había sido inútil, un rastro borrado por la misma tormenta que ahora los confinaba.

Fue entonces cuando la puerta del salón se abrió, y Daniel, el tío de Arturo, entró junto a su esposa, Estefanía. Ambos lucían cansados y pálidos, con los ojos llenos de una mezcla de alivio y una profunda consternación. Al verlos, Ángel y Arturo se levantaron de inmediato.

—¡Daniel! ¡Estefanía! —exclamó Ángel, aliviado de verlos a salvo. —¿Milagro está bien, verdad? No he podido vincularme con ella.

—Ella está a salvo, hermano —respondió Daniel, con un nudo en la garganta—. Ha regresado con el resto de la manada en busca de Esmeralda. Estefanía y yo… venimos a contarles lo que pasó en el camino de vuelta.

Estefanía, una ex bruja de ojos sabios y un aura calmada, se acercó, la mano de Daniel aferrándose a la suya. La mirada de Ángel se posó en ella, sintiendo la tensión en sus hombros.

—Necesitamos que nos escuchen con atención —comenzó Estefanía, su voz grave—. Íbamos de regreso a casa. Dentro del auto, una fuerza nos embistió… una oleada de magia. Era Erika. Nos durmió a ambos.

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—¡Maldita sea! ¿Se atrevió a atacar a sus propios padres? —Arturo gruñó, la rabia creciéndole.

—No fue solo un ataque —intervino Daniel, su voz resonando con una amargura contenida—. Fue… diferente. Sentimos su poder, sí, pero algo en él era ajeno, más oscuro de lo que Erika podría manejar por sí misma. Como si una fuerza mayor la impulsara.

—La magia que sentí… no era pura —expresó Estefanía, con un estremecimiento—. Era antigua y corrupta. Una oscuridad que se adhería a la suya, la amplificaba. La misma magia que mi madre, Jennifer, manipuló en el pasado. No me cabe duda: Erika está siendo manipulada, o al menos, su poder está corrompido por esa influencia maligna de mi madre.

Un escalofrío recorrió la espalda de Ángel. La sombra de Jennifer, la amenaza que creía enterrada hacía mucho tiempo, había regresado.

Estefanía dio un paso hacia Ángel y Arturo, una disculpa tácita en sus ojos.

—Les pido perdón a ambos. Deberíamos haber sido más cuidadosos. Debería haber sentido esa corrupción antes en nuestra hija, haberlos alertado. Por nuestra culpa, Erika está fuera de control…

—No te culpes, Estefanía —interrumpió Ángel con firmeza—. La astucia de Jennifer era legendaria. Nadie es inmune a su influencia, y menos si no la espera. Todos pensamos que la habíamos destruido por completo.

En ese instante, antes de que Estefanía pudiera añadir algo más, un soldado entró precipitadamente al salón, con la armadura salpicada de barro y el aliento agitado.

—¡Alfa supremo! —exclamó, arrodillándose de inmediato, su voz urgente—. ¡Hay algo que debe ver en la entrada!

La tensión en el salón se intensificó. Ángel asintió y se dirigió rápidamente hacia la puerta principal del castillo, con Arturo, Daniel y Estefanía pisándole los talones.

Al llegar al patio de armas, la escena los dejó estupefactos. Bajo la lluvia implacable, un grupo heterogéneo de hechiceros y lobos que se habían unido a Erika estaban de rodillas, con las cabezas gachas, empapados y temblorosos. No había armas en sus manos, solo una postura de sumisión absoluta.

—¡Venimos por su perdón, alfa supremo! ¡Perdónennos! —clamaron al unísono, sus voces quebradas.

Ángel, con la autoridad que le otorgaba su linaje, dio un paso al frente. Su mirada recorrió a los arrepentidos. La furia aún estaba dentro de él, pero también muchas preguntas latentes.

—Tú, levántate —ordenó Ángel, señalando a uno de los lobos que se había unido a Erika, un macho de pelaje gris que Arturo reconoció como parte de la manada de su tío.

El lobo se puso de pie con dificultad, su cuerpo temblaba, y sus ojos se clavaron en el suelo, incapaces de mirar directamente al Alfa.

—Háblame. ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está Erika?

—Alfa… fuimos… fuimos liberados. Todos nosotros. —El lobo tragó saliva con dificultad.

—¿Liberados? ¿De qué hablas? —Arturo frunció el ceño, impaciente.

—Todos éramos títeres de Erika y de su gran poder —continuó el lobo, su voz adquiriendo una extraña resonancia—. La oscuridad que la envolvía… se fue. Sentimos cómo se desprendía de nosotros. Como si un velo se hubiera rasgado. Salimos de la mina y luego la entrada de esta colapsó.

Un escalofrío recorrió a todos los presentes. La mina, el corazón de la Lúmina. Así que ahí estaban escondidos. ¿Seguirán Erika, Esmeralda y los humanos encerrados?, se preguntó Arturo, la angustia volviéndose un nudo en su garganta.

—¿Colapsó? ¿Cómo? —preguntó Ángel, su voz grave y dura como la roca.

—No lo sabemos, Alfa —respondió el lobo, levantando un poco la mirada, sus ojos llenos de asombro y miedo genuino—. De repente, el suelo tembló con una fuerza indescriptible. No fue un derrumbe natural. Fue como si… como si un poder inmenso estuviera dentro de ese lugar. Sentimos una energía… pura, brillante, que nos obligó a salir de la cueva antes de que se colapsara sobre nosotros. ¡Nos empujó hacia afuera!

La descripción del poder resonó en la mente de Arturo. "Pura, brillante". ¡Es Esmeralda!

En ese preciso momento, otro soldado, aún más desesperado que el anterior, irrumpió en el patio, sin aliento.

—¡Alfa! ¡El barco! ¡El barco donde venían los humanos está a punto de salir de la isla! ¡Se dirigen a mar abierto!

La noticia golpeó a Arturo como un trueno. El corazón se le encogió. El barco… seguramente Esmeralda había liberado a los humanos, y por ese motivo se marchaban…

Ángel miró a Arturo, su rostro una mezcla de la victoria de los liberados y la sombría comprensión de lo que implicaba.




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