Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 33: El Legado de la isla Lúmina.

La noticia del barco partiendo golpeó a Arturo con la fuerza de un puño invisible. Una punzada helada se clavó en su pecho, eclipsando la furia por Erika.

Si Esmeralda estaba en la mina, si la había sellado y sus amigos humanos se marchaban… ¿qué había sido de ella?

Su mente viajó a la entrada colapsada de la mina, una tumba silenciosa bajo la lluvia que seguía azotando el castillo. El dolor era tan agudo que por un instante, su lobo, dormido bajo el hechizo de Erika, gimió. Y entonces, algo cambió.

Una sacudida recorrió el cuerpo de Arturo. No era la rabia. Era una oleada cálida, familiar, un rugido que nacía de lo más profundo de su ser. Un rugido de reconocimiento, de pertenencia, de liberación. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, y una sonrisa salvaje, no solo de alegría, sino de euforia, se extendió por su rostro.

—¡Mi lobo! —exclamó, la voz ronca, casi un aullido contenido. Se sentía. Vivo. Despierto. El hechizo de Erika, la jaula de oscuridad, se había roto. La magia de Esmeralda, la Guardiana, había purificado la corrupción incluso a la distancia.

Sin dudarlo, sin una palabra más, la transformación lo alcanzó. Sus huesos crujieron y se realinearon, sus músculos se expandieron.

El cuero y la armadura se desgarraron mientras una piel de pelo rojizo y denso emergía. Sus ojos se encendieron con un brillo negro y feroz. Se convirtió en el lobo rojo, su forma imponente, un presagio de su poder como futuro Alfa Supremo.

Un aullido poderoso, no de dolor, sino de pura, desbordante liberación, rasgó el aire. Arturo, ahora en su forma de lobo, se lanzó hacia donde su olfato detectaba el rastro de Esmeralda: la mina.

Cada zancada era una explosión de velocidad y fuerza, la lluvia y el barro indiferentes a su prisa. Su mente de lobo solo conocía una cosa: encontrar a su compañera.

Ángel, Daniel y Estefanía se miraron con asombro y comprensión. La liberación del lobo de Arturo era una señal inequívoca del poder de Esmeralda.

Mientras Arturo corría, la conexión mental de Ángel finalmente se abrió. La voz de Milagro, su Luna, entró en su mente, clara y urgente, a pesar de la distancia.

—¡Ángel! ¡La he encontrado! ¡Está bien!

La noticia fue un bálsamo para el alma del Alfa.

—¡Arturo va en camino a las minas, se ha vuelto a convertir en lobo! Dime si Erika y Esmeralda han salido de la mina.

—No, ambas están dentro todavía. Esmeralda se contactó conmigo. Dijo que necesitaban estar a solas, que no nos acercáramos todavía, pero que estaban a salvo. Algo importante está sucediendo allí.

La voz de Milagro se cortó brevemente, pero la certeza en sus palabras era inquebrantable. Ángel sintió una oleada de alivio.

Se dirigió deprisa hacia las minas y, junto a él, un gran grupo de lobos y magos lo siguieron. Al llegar, abrazó a Milagro con fuerza, un gesto que mostraba la angustia que había sentido.

Alrededor del Alfa Supremo y la Luna, los demás se apresuraron a montar un campamento improvisado bajo la lluvia. Tiendas de campaña se alzaban con rapidez, las fogatas crepitaban, ofreciendo un refugio temporal a los lobos y los hechiceros que habían sido liberados.

Daniel y Estefanía se unieron al grupo, sus rostros reflejando la misma tensa expectativa que la de todos. La noche había caído, trayendo consigo no solo la oscuridad, sino una tensa espera.

Arturo, ahora en su forma de lobo, también había llegado a la entrada colapsada de la mina. Allí, en medio del barro y la lluvia, se detuvo en seco. Su olfato le decía que Esmeralda estaba al otro lado, pero sus ojos veían solo una pared impenetrable de roca y tierra.

Un aullido, esta vez teñido de frustración y un dolor atroz, brotó de su garganta. Se lanzó contra la pared, rasguñándola con sus garras, intentando encontrar una entrada. Gimió, desesperado por romper la barrera que lo separaba de ella.

Milagro lo vio desde la distancia. Caminó lentamente hacia él, su corazón de madre comprendiendo la angustia de su hijo. Al llegar, Arturo, en su forma lobuna, se echó a sus pies, la cabeza gacha, su gran cuerpo temblaba con una mezcla de desesperación y la inmensa energía de su lobo recién liberado.

—Hijo, tranquilo —dijo Milagro, su voz suave, acariciando la cabeza peluda de Arturo—. Ellas están bien. Esmeralda está allí, haciendo lo que debe. Tienes que tener paciencia.

Arturo gimió, pero la familiaridad del toque de su madre, su aroma, le trajo una pizca de calma. Se recostó a sus pies, sus ojos fijos en la entrada sellada, impaciente, cada fibra de su ser anhelando el reencuentro. Todos en el campamento le temían, menos sus padres, entres ellos crecía una conexión que muy pronto se pondría a prueba.

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Mientras tanto, en las profundidades silenciosas de la mina de Lúmina, el aire se había vuelto nítido y vibrante. Esmeralda y Erika estaban solas. Erika, aún débil por la purificación, miraba a Esmeralda con una mezcla de gratitud y una confusión casi infantil. El brillo del Ilvayem, antes un testigo silencioso de la oscuridad, ahora las bañaba con una luz sanadora.

Esmeralda sintió un poderoso impulso. La isla la llamaba, pero no para un sacrificio, sino para un nuevo propósito. La decisión en su corazón era firme, y ahora, podía sentir que era la correcta.

—Guardianas —llamó Esmeralda, su voz resonando en la caverna con una autoridad innata, amplificada por el mineral—. ¡Manifiéstense!

La luz del Ilvayem en las paredes parpadeó salvajemente. Desde las sombras, de entre los cristales, comenzaron a surgir siluetas etéreas.

Primero su madre, Samanta, con su manto de hojas y cristales, y luego, una a una, docenas de figuras femeninas, las Guardianas ancestrales, se materializaron alrededor de ellas, un círculo luminoso de espíritus antiguos. Su presencia llenó el espacio de una energía abrumadora.

Erika, al ver a las figuras espectrales que emergían de la roca, se encogió, asustada. Su mirada se desvió de la luz verde del Ilvayem, hacías las guardianas.




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