Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Capítulo 36: Mezcla agridulce.

El aliento del campamento quedó suspendido en el aire al escuchar las palabras de Esmeralda. La revelación de su deber, de ser un puente para los humanos, resonó como una sentencia, una declaración que destrozó el frágil equilibrio de alegría y alivio que apenas comenzaba a asentarse.

Arturo, aún arrodillado, sintió cómo la tierra bajo sus rodillas parecía desmoronarse. La luz en sus ojos, que momentos antes había prometido un futuro juntos, ahora brillaba con la melancolía de una despedida inminente.

El primer movimiento fue casi imperceptible: un temblor en sus hombros. Luego, lentamente, se incorporó, sus ojos fijos en los de Esmeralda, donde una tormenta de desesperación y determinación se arremolinaba en sus profundidades.

—¡No! —dijo, su voz firme como una roca que se niega a ceder—. No te dejaré ir sola. Si tu destino es estar fuera de la isla, entonces mi destino es estar contigo. No puedo… no voy a soportar una vida sin ti, Esmeralda. Donde vayas, iré yo.

Un leve temblor recorrió sus labios, pero su mirada no vaciló. En ese instante, el campamento entero pareció contener la respiración, consciente del peso de esa promesa.

Las palabras de Arturo cayeron como gotas de lluvia en un desierto sediento, pero su súplica fue interrumpida. Dos figuras imponentes se acercaron a ambos, sus rostros una mezcla de preocupación y autoridad inquebrantable. Eran los padres de Arturo: Ángel, el actual Alfa Supremo, y su majestuosa esposa, Milagro.

—¡Arturo! —la voz de Ángel retumbó en el campamento, cortante como el acero—. Ni se te ocurra soñar con abandonar tus tierras. Eres el futuro Alfa Supremo, el protector de nuestro pueblo. Tu deber está aquí, con tu gente, con nosotros, tus padres.

Milagro, con los ojos vidriosos y una tristeza latente que apenas podía ocultar, apoyó las palabras de su esposo. Se acercó a su hijo con el semblante grave y posó una mano temblorosa en su brazo, intentando infundirle cordura. Su mirada, llena de amor y dolor, buscaba encontrar en él una señal de razón.

—Hijo, lo que dice tu padre es cierto. El destino de nuestra manada, el futuro de Lumina, recae sobre tus hombros. No puedes dejarlo todo por...

—¡Ustedes saben que si Esmeralda se va, yo no podré resistirlo! —la voz de Arturo los interrumpió, cargada de una desesperación cruda que conmovió a muchos en el campamento. Algunos contuvieron el aliento, otros bajaron la mirada—. Mi lobo y yo… moriremos. Lo saben. Nuestra conexión es tan profunda que separarnos es como arrancarnos el alma. Cada fibra de mi ser, cada latido de mi corazón, le pertenece a ella. Si ella no está, ¿qué sentido tiene ser el Alfa Supremo de esta isla? ¿Qué sentido tiene vivir?

Un silencio pesado cayó sobre el campamento. Las palabras de Arturo golpearon a Ángel y Milagro como una ola helada. El rostro de Ángel, antes firme y severo, se contrajo con una mezcla de pena y conflicto interno. Milagro apretó suavemente el brazo de su hijo, como si quisiera transmitirle fuerza y consuelo al mismo tiempo.

En el aire quedó suspendida la tensión, mientras los murmullos apenas audibles del campamento se mezclaban con el latido acelerado del corazón de Arturo.

Conocían la verdad de las palabras de su hijo; la unión entre un lobo y su alma gemela era sagrada, inquebrantable. La idea de que su propio hijo pudiera morir de dolor y desolación era una perspectiva que les desgarraba el alma.

Ángel, con la voz apagada y el peso del deber marcando cada palabra, intentó una última vez apelar a la responsabilidad.

—Pero Arturo… eres el futuro Alfa Supremo. Tienes una responsabilidad. No puedes abandonar todo así como así. ¿Quién protegerá a nuestro pueblo cuando tu madre y yo ya no estemos? ¿Quién guiará a nuestra manada?

Los ojos de Arturo se encontraron con los de Esmeralda, llenos de una promesa inquebrantable. Su amor era un faro en la oscuridad, un lazo que ni el deber ni la distancia podrían romper.

Fue en ese instante, en medio de la tensión palpable y la tristeza que envolvía a la familia real, que Esmeralda dio un paso adelante. Una sonrisa sutil, misteriosa y llena de una dulzura inesperada, apareció en sus labios. Con la gracia de un espíritu del bosque, se acercó a Milagro, quien aún sostenía el brazo de su hijo. La miró a los ojos, y luego, con delicadeza, posó una mano en su vientre.

—Alfa —dijo Esmeralda, su voz ahora suave pero con una claridad que cortaba el aire—. Por eso no se preocupen.

Un silencio reverente se apoderó del campamento. Todos contuvieron la respiración, incapaces de comprender el significado de sus palabras, pero sintiendo que algo monumental estaba a punto de ser revelado.

—Milagro está en cinta —continuó Esmeralda, su sonrisa se amplió, irradiando una calidez que comenzó a disipar la fría tensión—. Muy pronto dará a luz, y este niño… este niño será el nuevo Alfa Supremo, quien gobernará la isla junto a los demás alfas y a la guardiana Erika.

—Ustedes están jóvenes, vivirán por muchísimos años, no se preocupen por el futuro, disfruten el presente —añadió Esmeralda.

Las palabras resonaron en el campamento como un eco divino. Un murmullo de asombro recorrió la multitud, que se transformó rápidamente en un rugido de sorpresa y alegría contenida. Los guerreros aplaudieron, los murmullos se hicieron más fuertes; la incredulidad se mezclaba con la esperanza.

Ángel se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos, su mente luchando por procesar la información. Milagro, con la mano de Esmeralda aún posada sobre su vientre, tardó un segundo en comprender. Sus ojos se abrieron de par en par, sus manos temblaron mientras las llevaba a su propio vientre, como si necesitara confirmar la verdad de las palabras de Esmeralda.

Un sollozo escapó de sus labios, que se transformó en una risa ahogada y luego en lágrimas de pura, incontenible alegría.

—¿Embarazada? ¿Yo? —Milagro murmuró, las palabras apenas audibles entre sus lágrimas.




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