Al llegar al pie de la escalinata, Arturo, con una mirada que reflejaba la profundidad de su amor y su compromiso, tomó la mano de Esmeralda. Sus dedos se entrelazaron, uniendo dos almas que habían encontrado su camino la una hacia la otra. Juntos, se dirigieron al frente, donde el padre de Arturo, el Alfa Ángel, esperaba para oficiar la ceremonia.
Ángel, con una sabiduría que emanaba de años de liderazgo y experiencia, se colocó entre ellos. Su voz, firme y llena de una autoridad serena, rompió el silencio, dirigiéndose a la pareja y a todos los presentes.
—Hoy nos reunimos para ser testigos de la unión de dos almas predestinadas —comenzó, sus ojos recorriendo los rostros de Arturo y Esmeralda—. El destino, en su infinita sabiduría, ha tejido sus caminos de tal manera que sus vidas se entrelazan, no solo para compartir este momento, sino para construir un futuro juntos.
Hizo una pausa, permitiendo que sus palabras calaran en el corazón de cada uno.
—Arturo, has elegido a Esmeralda como tu compañera, tu confidente, tu amor. ¿Prometes amarla, honrarla y protegerla en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la eternidad los separe?
—Sí, prometo —respondió Arturo, su voz resonando con una sinceridad inquebrantable, su mano apretando la de Esmeralda.
—Esmeralda —continuó el Alfa Ángel, volviéndose hacia ella con una sonrisa tierna—. Has elegido a Arturo como tu compañero, tu apoyo, tu vida. ¿Prometes amarlo, honrarlo y protegerlo en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la eternidad los separe?
—Sí, prometo —contestó Esmeralda, su voz un susurro lleno de amor y devoción, sus ojos fijos en los de Arturo.
El Alfa Ángel levantó las manos, uniendo las de ellos.
—Entonces, por el poder que me ha sido conferido, por la fuerza de este amor que hoy celebramos, los declaro unidos no solo en cuerpo y alma, sino también en destino. Que sus vidas sean un reflejo de la luz que ambos irradian, que su felicidad sea un faro para todos. Que su destino haya sido cruzado para que, estén donde estén, el amor sea su guía y la dicha su eterno compañero.
Con esas últimas palabras, el Alfa Ángel los declaró oficialmente unidos. La música nupcial volvió a sonar, esta vez con un tono más vibrante y alegre, anunciando al mundo la unión de Arturo y Esmeralda, un amor que, como el de Erika y Marcelo, había encontrado su camino en un mundo de maravillas y promesas.
Pero la alegría se tiñó de una melancolía repentina cuando Ángel volvió a tomar el micrófono, su rostro adoptando una expresión más sombría.
—Sin embargo… —continuó Ángel, su voz con un deje de tristeza que se extendió por el salón—, también tengo una noticia agridulce. Nuestro querido Arturo, mi hijo, junto a su compañera Esmeralda, han decidido… emprender un nuevo camino. Dejarán la isla para empezar de nuevo en otro lugar, donde el destino los llama.
Un murmullo de tristeza y sorpresa recorrió el castillo. Muchos de los presentes se entristecieron al escuchar la noticia. Los abuelos de Arturo, Héctor y Ángela, con lágrimas en los ojos, se levantaron y se abalanzaron sobre su nieto, abrazándolo con una fuerza desesperada, sus corazones desgarrados por la inminente partida. Los padres de Milagro, Federico y María, también se unieron al abrazo, sus rostros reflejando la pena.
—Han decidido partir temprano, al amanecer —continuó Ángel, su voz embargada por la emoción—. Así que… les pido a todos que se despidan de ellos. Que cada uno de ustedes les obsequie un pequeño presente, un recuerdo de nuestro amor y gratitud, para que los acompañe en su nueva vida fuera de Lúmina.
Ángel dejó el micrófono a un lado y, con los ojos empañados por las lágrimas, abrazó a su hijo con fuerza. Fue un abrazo lleno de amor, orgullo y la tristeza inevitable de una despedida. Milagro, a su vez, se acercó a Esmeralda y la abrazó con ternura.
—Por favor, Esmeralda —le suplicó Milagro, sus ojos llenos de súplica—. Cuida de mi hijo. Él es mi corazón.
Esmeralda asintió con un nudo en la garganta, sus propias lágrimas cayendo.
—Lo haré, Luna. Con mi vida.
Finalmente, Daniel tomó el micrófono, su voz fuerte y clara, intentando infundir un poco de alegría de vuelta en la atmósfera.
—¡Ahora, amigos, familiares! —proclamó Daniel—. ¡Que la fiesta continúe! ¡Disfruten de la noche, celebren la vida y el futuro que nos espera!
La música volvió a sonar, y la gente, aunque con el corazón encogido por la despedida, se esforzó por celebrar.
La noche fue una mezcla de alegría por los nuevos comienzos y la tristeza de los adioses. Risas y lágrimas se mezclaron en el gran salón, un tapiz de emociones que reflejaba la complejidad de la vida en Lúmina.
Los presentes se acercaron a Arturo y Esmeralda, ofreciéndoles pequeños talismanes, piezas de joyería, o simplemente palabras de cariño y buenos deseos para su viaje.
Cuando la primera luz del amanecer tiñó el cielo de tonos rosados y dorados, el puerto de Lúmina estaba envuelto en una solemnidad tranquila. La brisa marina traía el olor salino y el eco distante del canto de las aves. Un pequeño barco, listo para zarpar, esperaba en las aguas tranquilas.
Allí, bajo el velo del alba, toda la familia de Arturo se había reunido para la despedida final. Ángel, Milagro, Daniel, Estefanía y Erika, junto a los ancianos Héctor y Ángela, y los padres de Milagro, formaban un círculo de amor y dolor. No había gritos, solo susurros, abrazos apretados y el brillo de las lágrimas en los ojos.
Arturo, ahora sin su traje de fiesta, vestido con ropa más sencilla para el viaje, abrazó a cada uno de ellos. Sus ojos, llenos de amor y pena, se detuvieron en su madre.
—Madre… los extrañaré —Arturo susurró, su voz apenas audible.
—Y nosotros a ti, mi amor —respondió Milagro, su rostro mojado por las lágrimas.
Esmeralda, con el corazón encogido, abrazó a Erika.