Destinos cruzados. El lobo y la humana.

Epílogo.

El pequeño barco se deslizaba con gracia sobre las aguas cristalinas, dejando atrás la silueta menguante de Isla Lúmina. El sol, ahora alto en el cielo, doraba la superficie del océano, prometiendo un nuevo día sobre un horizonte incierto. Esmeralda y Arturo, de pie en la proa, sentían la brisa marina acariciar sus rostros y llevarse los últimos ecos de la despedida. La melancolía se mezclaba con la emoción de lo desconocido.

Cuando Lúmina fue apenas un punto en el vasto azul, Esmeralda se giró hacia Arturo con una determinación nueva y chispeante en los ojos. Entró en la cabina del capitán y regresó con un pergamino viejo, gastado por los años.

No era un mapa cualquiera: un pergamino ancestral que detallaba el archipiélago conocido, sus rutas y misterios.

—Aquí, mi lobito —dijo Esmeralda, extendiéndole el mapa a Arturo—. No podemos ir a ciegas. Mi sangre, tu sangre… nos guiarán. Mi instinto de hechicera dice que el destino nos espera.

Arturo asintió y la miró con fascinación y confianza absoluta. Sabía que con Esmeralda a su lado, cualquier camino valdría la pena.

Esmeralda desenrolló el mapa sobre una mesa de madera rugosa en la cubierta; a pesar de su antigüedad, el pergamino vibraba con una energía latente bajo sus manos. Murmuró palabras antiguas, susurros que se fundían con el sonido de las olas.

—Muéstrame el camino —proclamó—.

Sacó un pequeño cuchillo del cinturón; la hoja plateada destelló bajo el sol. Con un movimiento certero, se hizo un corte en la punta del índice. Una gota de sangre roja y vibrante apareció, brillante como un rubí. Arturo la imitó; una gota brotó de su propio dedo.

Juntaron los dedos por un instante. De la unión se desprendió una única gota carmesí que cayó justo en el centro del mapa. Ambos contuvieron la respiración. La gota no se secó; comenzó a moverse, lenta y decidida, reptando sobre el pergamino. No se dirigía a ninguna isla marcada: se extendía hacia una vasta extensión de océano sin tierra anotada.

La línea se dibujó con una claridad sobrenatural, una trayectoria de vida que se adentraba en lo desconocido.

Con urgencia nueva, Esmeralda fue al capitán, curtido por las tormentas.

—Capitán —dijo con autoridad—, cambie el rumbo. Siga esta ruta. Nuestro destino está más allá de las tierras conocidas.

El capitán, sorprendido pero confiando en la determinación de la joven, obedeció. El rumbo cambió: la nave ahora seguía la línea de sangre que brillaba débilmente sobre el mapa.

Tras un día y una noche surcando el océano, bajo un sol abrasador y una luna plateada, una nueva isla emergió en el horizonte. No era Lúmina con sus árboles centenarios; era una tierra salvaje, una masa imponente de vegetación exuberante: montañas coronadas por bosques densos y el rumor lejano de una cascada. El aire era más cálido y húmedo, y un aroma a tierra fértil y flores silvestres los inundó.

La playa se acercaba: arena oscura salpicada de conchas y restos de ramas quebradas. Esmeralda y Arturo se miraron; la isla respondía a su llamado, y aquello prometía tanto promesa como peligro.

Mientras el barco rozaba la orilla, una tensión silenciosa se apoderó de la cubierta. El capitán, cauteloso, le ordenó a Arturo preparar el ancla. Al bajar el primero para amarrar la amarra a un árbol, un silbido agudo cortó el aire. El hombre se desplomó; la vida se le escapó en un instante.

Arturo reaccionó de inmediato, frenando a Esmeralda para que no descendiera, sus ojos clavados en el origen del ataque. Del denso follaje surgieron serpientes: cuerpos largos que brillaban bajo los últimos rayos de sol, silbidos que llenaban la bahía. Clavado en la arena, junto al casco, yacía el capitán, la garganta abierta como un oscuro surco de muerte.

Esmeralda permaneció en la cubierta, el vestido pegado al pecho por la brisa salada, observando con el ceño fruncido.

—¿Qué han hecho? ¿Por qué lo han matado? ¡Quiero ver a su líder! —gritó, con la voz partida por la rabia y el dolor.

Las serpientes se amontonaron, siseando en respuesta, hasta que una silueta mayor se adelantó: una serpiente cornuda que, al aproximarse al barco, dejó caer su pellejo y se transformó en mujer. Su piel era negra como hollín, su cabello rizado caía en cascada, y un vestido oscuro, casi traslúcido, se adhería a su cuerpo húmedo.

—Retrocede, Esmeralda —susurró Arturo, los ojos enrojecidos—.

Pero Esmeralda no obedeció. Se apostó frente a la mujer-serpiente.

—¿Por qué le han quitado la vida a este hombre? —preguntó con voz firme.

La mujer sonrió sin llegar a los ojos.

—Murió por entrar en mi isla —replicó—. Ustedes, los humanos, vienen a cazarnos y a matarnos en nuestro hogar. Nuestros esposos han muerto defendiendo a las nuestras. No queremos visitantes. ¡Fuera de nuestro territorio! —su voz se quebró entre la ira y el llanto.

—Nosotros no somos humanos —dijo Esmeralda. La líder soltó una carcajada amarga.

—¿Acaso son extraterrestres? —se burló—.

Las otras serpientes se deshicieron en mujeres hermosas que reían, arrojando desprecio.

—No somos extraterrestres —respondió Esmeralda, con fría determinación—. Soy hechicera, y él es mi esposo: un lobo.

—¡Embustera! —dijo la jefa, ladeando la cabeza—. Si lo demuestras los dejaremos quedarse; con la condición de que nos protejan de los humanos. Si mientes, ambos morirán.

—Trato —contestó Esmeralda.

Bajó sin tocar la arena, como si la gravedad fuera solo una sugerencia y su voluntad la ley. Las serpientes retrocedieron, desconcertadas. Con un gesto imperioso, Esmeralda desplegó su poder: hilos invisibles de luz la rodearon y obligaron, una a una, a las mujeres-serpiente a arrodillarse. Sus risas se apagaron en un suspiro de sumisión.

Manteniéndolas así durante varios minutos, esperó hasta que el viento pareció contener la respiración. Entonces Arturo se transformó en lobo: sus patas tocaron la playa junto a la de ella, su pelaje rojo brillando con la sal y la luna naciente. Ver al lobo a su lado quebró la burla de las serpientes; el respeto y el temor aparecieron en sus rostros.




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