Narrador Omnisciente
—¿Está todo listo para darle la bienvenida a mi sobrinito? —preguntó Ignacio Sandoval al Güero, uno de sus trabajadores más confiables, el encargado de los trabajos sucios.
—Sí, patrón. Tal como ordenó, he asegurado que haya la menor cantidad de personas posibles en la mina. Ahora mismo, el joven Santiago está recorriendo las instalaciones; Fidencio le está mostrando la frente larga y el resto de las áreas —respondió el Güero con una leve inclinación de cabeza.
Ignacio esbozó una sonrisa maliciosa, pero también satisfecha. A pesar de sentir cierto aprecio por su sobrino, el único que lo visitaba en Montenegro, no permitiría que interfiriera en sus planes para convertirse en el hombre más poderoso de la región.
—Ni modo, a mi sobrinito le tocará aprender de la manera difícil que este pueblo no es para niñitos débiles —dijo con un tono frío.
El Güero soltó una sonrisita burlona antes de añadir:
—También estamos buscando a la hija menor de los Bauer. Mis hombres ya están en la Capital; es la única pista que tenemos.
—Necesito que la encuentren pronto. Esa niña es la pieza clave de mis planes, y tienen que traerla aquí... ese rancho debe ser mío.
—¿Por qué quiere ese rancho, patrón? ¿No sería más fácil comprar otro? —preguntó el Güero con una mezcla de curiosidad e ingenuidad.
Ignacio le lanzó una mirada fulminante. Sacó un puro de un cajón de su escritorio, lo encendió con calma y dio una profunda calada antes de responder:
—¿Desde cuándo los empleados preguntan razones?
El rostro del Güero se puso rojo de vergüenza.
—Disculpe, patrón. Me retiro.
Ignacio lo observó salir de su oficina. Una vez solo, se puso de pie y se dirigió a un cuadro colgado en la pared, un retrato de sus padres. Movió la pintura para revelar una caja de seguridad escondida detrás. Con cuidado, abrió la puerta y sacó unos papeles. Al desdoblarlos sobre su escritorio, sonrió al ver los planos.
—Abraham, quisiste proteger tus animales y mira lo que te pasó. Tan fácil hubiera sido aceptar mi oferta y largarte con tus hijos. Pero no, firmaste la sentencia de tu adorada hija al nombrarla tu única heredera. Es cuestión de tiempo antes de que la encuentre. Ese rancho y el mineral que hay bajo él serán míos, y ni la chiquilla Bauer podrá impedirlo.
De pronto, un estruendo sacudió la oficina. Toda la tierra tembló. Ignacio salió rápidamente hacia la entrada del canal que conducía al corazón de la mina, donde decenas de mineros salían corriendo, aterrados.
—¡Patrón! ¡La mina se ha derrumbado! —gritó uno de los trabajadores, con el rostro pálido por el miedo.
—¿Qué dices? —exclamó Ignacio, fingiendo sorpresa mientras arrugaba las cejas—. Eso no puede ser… mi sobrino estaba ahí.
Uno de los guardias de seguridad subió por el canal y se acercó con paso apresurado.
—¿Cuántos mineros y quién está atrapado? ¿Hay algún reporte? —preguntó Ignacio con voz angustiada.
El hombre tragó saliva antes de responder:
—Señor, parece que su sobrino y tres mineros más estaban en esa área. Necesitamos esperar a que todos evacúen para tener un informe completo, pero estoy casi seguro de que su sobrino estaba ahí. Lo siento mucho.
Ignacio se llevó una mano a la cabeza, fingiendo impotencia.
—Era su primer día en la mina... ¿Cómo voy a darle esta noticia a mi hermano? —murmuró, mientras internamente celebraba que todo iba según sus planes. A lo lejos, el Güero le hizo un leve movimiento de cabeza, confirmando que todo había salido como lo había ordenado.
Christa Bauer
Mientras limpiaba una de las mesas de la fonda donde trabajaba, un dolor punzante atravesó mi pecho. Era la misma sensación que había tenido cuando mi padre murió. ¿Qué estaba ocurriendo?
—¡Disculpe, muchacha! —dijo una voz masculina. Al girar, me encontré con los ojos más oscuros y seductores que jamás había visto. Era un hombre muy apuesto, vestido con un impecable traje de oficina. ¿Qué hacía alguien como él en un puesto de tacos?
Me quedé mirándolo, hipnotizada. Era el cliente más refinado que había atendido. Su cabello perfectamente peinado hacia atrás, su barba recortada y esa sonrisa... hasta sentí un hormigueo en el estómago.
—Hola, ¿estás bien? —preguntó, observando con curiosidad.
Sacudí la cabeza para despejarme. Aún sentía esa angustia inexplicable.
—Sí... sí. Disculpe. ¿Qué desea ordenar?
—Solo una Sprite —respondió mientras miraba su reloj—. Estoy matando el tiempo. No te preocupes, te dejaré una buena propina —añadió con una sonrisa encantadora que, por alguna razón, me recordó a Santiago.
Le llevé su refresco lo más rápido posible.
—Aquí tiene. ¿Algo más, Señor?
—No me digas "señor". Me haces sentir viejo. Estoy seguro de que no te gano, por tanto —dijo con una sonrisa de suficiencia—. ¿Cómo te llamas?
—Christa Bauer... —respondí, incómoda ante su mirada.
—Un nombre interesante. No eres de aquí, ¿verdad?
Negué.
—Bueno, soy Álvaro Duarte, mucho gusto, Christa —dijo, observándome de arriba abajo. Pero no lo hizo con la mirada desagradable que Marcelo solía dedicarme; Álvaro era diferente—. ¿De dónde eres? Por el color de tu piel y tu cabello, apostaría a que eres francesa.
Reí ligeramente.
—Por supuesto que no. Nací en México. Mi padre tenía raíces europeas; emigró con su familia a un pueblo al norte del país.
—¿Y qué te trajo a una ciudad como La Capital? ¿Trabajo? ¿Estudios?
Mordí mi labio inferior. Había algo en Álvaro que me transmitía confianza. Quizá porque era la primera persona que parecía interesarse en mi vida desde que llegué a este lugar.
—Mi padre y mi hermano fallecieron, ambos en circunstancias trágicas. Vine a buscar a alguien importante para mí, pero no lo he encontrado —dije, bajando la mirada, incapaz de contener la tristeza.
El rostro de Álvaro cambió. La seriedad se reflejó en sus ojos mientras daba un sorbo a su refresco.
—La vida es difícil, ¿verdad? ¿Por qué no te sientas? No creo que tengas mucho trabajo. Soy el único cliente aquí, y parece que el dueño no está.
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Editado: 20.01.2025