Destinos entrelazados

19. La llamada

Christa Bauer

Justo cuando abrí la puerta de la asistencia, escuché que la señora Esther me llamaba desde la planta baja. Salí hasta el balcón para verla.

—Dígame, señora Esther…

—Christa, esta mañana llegó una carta. Es de una tal Maggie…

Apenas escuché el nombre, corrí escaleras abajo hasta llegar junto a la señora Esther. Me entregó la carta, y mi rostro se iluminó de inmediato. Desde hacía días la esperaba; en ella, Maggie me contaría si todo había salido bien con su bebé.

La abrí frente a la mujer y comencé a leer. Una enorme sonrisa apareció en mi rostro, y conforme avanzaba en la lectura, esa sonrisa no hacía más que crecer.

—¿Son buenas noticias? —preguntó.

Asentí emocionada.

—Mi amiga acaba de tener un varoncito. Está sano, y el parto salió bien. Desearía estar con ellos ahora mismo… —dije con un dejo de nostalgia. En verdad los extrañaba mucho, a ella y a Bruno.

Mi sonrisa alegre se transformó en un puchero.

—¿Por qué no vas a verlos? —me preguntó la señora Esther.

Entrecerré los ojos mientras un recuerdo doloroso invadía mi mente. Recordé por qué había huido de Montenegro.

—Es que no puedo volver —respondí con un hilo de voz. Siempre que pensaba en mi hermanito tendido en el piso, cubierto de sangre, las lágrimas volvían a aparecer llenas de coraje. Algún día… lo prometo, algún día les haré justicia a él y a papá.

—¿Hiciste algo malo allá? —insistió.

La señora Esther nunca sabía mucho de mi vida, y no pensaba contarle ahora. Negué con la cabeza.

—Gracias por guardar la carta. Nos vemos mañana. Descanse.

Me despedí y subí de nuevo las escaleras. Aunque me sentía feliz por el nacimiento del bebé de Maggie y Bruno, la carta me dejó un sabor agridulce. Habían decidido llamarlo Diego, y esperaba poder conocerlo algún día. Sin embargo, al analizar mi situación en la capital, me golpeó la realidad: nadie quería contratar a una muchacha que ni siquiera había terminado el bachillerato.

Abrí el sobre que contenía el dinero que me había dado Álvaro. Tuve suerte de conocerlo. Gracias a él podría vivir tranquila unos meses mientras encontraba un trabajo mejor que el puesto de tacos.

Me acurruqué en mi cama y, sin darme cuenta, mis pensamientos volvieron al pasado. Extrañaba mi vida de antes: los días en que cabalgaba junto a papá, arreaba caballos y cuidaba las gallinas y cerdos. Esas eran cosas que sabía hacer y que me llenaban de alegría. Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos. ¿Por qué papá tuvo que morir?

Muy en el fondo, una voz en mi cabeza me decía que su muerte no había sido un accidente, sino algo provocado. Marcelo. Pero, ¿cómo podría probarlo?

Unos días después, mientras caminaba hacia el mercado, algo llamó mi atención. Una nota en uno de los puestos de periódicos destacaba un titular que me hizo detenerme en seco: "Mina en Montenegro se derrumba".

Mis ojos se abrieron por completo. Me acerqué para leer la noticia, y mi corazón se detuvo al ver el nombre de uno de los atrapados: Santiago Sandoval.

—Santiago… —gemí temerosa.

Tomé el periódico para releer la nota. No decía nada sobre si estaban vivos o muertos. Solo mencionaba que una cuadrilla de rescate estaba trabajando para abrirse paso entre los escombros con la esperanza de encontrarlos con vida.

—¡Si vas a leer, tienes que pagar! —gruñó el dependiente.

Hurgué en el bolsillo de mi pantalón, saqué un par de monedas y se las di. Me llevé el periódico conmigo.

Toda la mañana estuve inquieta. Incluso pensé en regresar al pueblo, pero Margarita ahora vivía con sus padres, y no tenía adónde llegar. El rancho no era una opción; allí no era bienvenida. En el peor de los casos, mi madre o Marcelo podrían encerrarme para siempre. Sin embargo, necesitaba saber si Santiago estaba vivo.

Tras pensarlo mucho, se me ocurrió una idea. Podría llamar a casa y dejar un mensaje con la madre de Margarita, quien trabajaba para mamá. Le pediría que se comunicara conmigo a través del teléfono de la señora Esther.

Tuve suerte. Llamé en la mañana, cuando sabía que ni Greta ni Marcelo estarían en casa. La madre de Margarita prometió darle mi mensaje.

Pasaron varios días, pero no hubo noticias nuevas en los periódicos. Se supone que las personas no pueden sobrevivir más de tres días atrapadas en un derrumbe… Necesitaba saber si Santiago estaba bien.

—¡Muchacha, te llaman! —gritó la señora Esther desde la planta baja.

Corrí apresurada hasta el teléfono.

—¿Hola? ¿Maggie, eres tú?

—¿Christa? —La voz que escuché del otro lado de la línea hizo que mi rostro se iluminara de inmediato. Solté un suspiro de alivio, y las lágrimas comenzaron a derramarse sin control.

—Santiago… pero… ¿cómo? —murmuré, ahogada por la emoción.

—Shhh… Bruno me dio tu teléfono. Gracias al cielo te encontré. Pronto iré a la capital a buscarte. Espérame, por favor… —Su voz sonaba angustiada, lo que me preocupó aún más, pero estaba tan feliz de escucharlo de nuevo. Lo amaba tanto.

—¿Estás bien? Vi la noticia del derrumbe y…

—Sí, estoy bien. No puedo hablar mucho ahora, pero te explicaré todo cuando nos veamos. Dime dónde estás, y trataré de llegar lo antes posible.

Le di mi dirección. Sentía cómo mi pecho se inflaba de alegría. Santiago aún me amaba y vendría a buscarme.

—Te amo —confesé por primera vez. Tenía miedo de que fuera la última vez que habláramos, miedo de que la vida me lo arrebatara como había hecho con mi padre y mi hermano.

—También te amo, Christa… mi Christa.

La llamada se cortó, pero yo permanecí inmóvil, procesando lo sucedido.

"Te esperaré, Santiago, el tiempo que sea necesario."




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