Destinos entrelazados

20. Encuentro

Habían pasado días desde que hablé con Santiago. No había tenido noticias de él nuevamente, tampoco de Margarita. Todas las mañanas despertaba con una angustia en el pecho, deseando con todas mis fuerzas estar en Montenegro, pero no podía. Aún no. Además, le había prometido a Santiago esperar a que viniera a buscarme.

—Christa, tienes una llamada… —escuché esa mañana la voz de la señora Esther.

Rápidamente salí de mi habitación y bajé las escaleras, dirigiéndome a la planta baja.

—¡Hola! —saludé con alegría y emoción, esperando que fuera Santiago o Margarita.

Pero la risita que escuché al otro lado de la línea me paralizó por completo.

—Hola, cuñadita. ¿Cómo has estado? ¿Me extrañaste?

Pensé en colgar, pero su voz burlona me detuvo.

—Ni se te ocurra hacerlo —ordenó.

Estaba inmóvil. ¿Cómo había conseguido mi teléfono?

—Vete al carajo, maldito —contesté llena de rabia.

—Más te vale que me escuches, Christa. Vas a regresar al pueblo.

—No, yo no regresaré… —lo interrumpí.

Podía sentir la desesperación en su tono. Estaba enfadado, pero sabía que desde aquí no podía hacerme daño.

—Regresarás porque de mí dependen todas las personas que te importan: tu madre lisiada, tu hermana, tus sobrinos, tu amiga Margarita y su hijo. Si no regresas, me veré en la necesidad de actuar contra alguno de ellos. No querrás eso, ¿verdad?

Apreté el puño con impotencia.

—No… —mi voz se quebró.

—Así me gusta, que seas obediente. Por la mañana hay un autobús de la Capital que va a Montenegro. Sale a las ocho. Yo estaré aquí esperándote, cuñadita. Y si no lo haces, sabes que cumplo mis promesas. Alguno de ellos terminará como el estúpido de Fred.

Apreté los dientes de coraje. Marcelo era el hombre más ruin que jamás había conocido.

—¿Por qué quieres que regrese? ¿No es mejor así? Sé que te has adueñado del rancho. Quédatelo, pero déjanos vivir en paz.

Marcelo rió con desdén.

—Como si fuera tan fácil… Solo obedece. Te espero mañana, cuñadita.

Colgó.

Mi cuerpo se estremeció. Puse el teléfono en su sitio y subí a mi habitación con las piernas pesadas. Me senté en el borde de la cama, mirando la pared. Marcelo era capaz de cumplir sus amenazas. Tal vez no le haría daño a Greta o a mis sobrinos, pero Margarita y su bebé estaban indefensos. Ellos vivían en la pequeña casa de sus padres, en el rancho. No me lo perdonaría si algo malo les sucedía.

Tenía que ir y enfrentarlo. Ya no me importaba nada. Antes, lo único que me había llevado a la Capital era buscar a Santiago, pero ahora sabía que él estaba bien.

"Soy como un potro salvaje", repetí en mi interior, recordando las palabras de mi padre. Apreté los puños, decidida. Tenía que ser fuerte y valiente para enfrentar a Marcelo.

De pronto, escuché la voz de la señora Esther llamándome desde la planta baja:

—¡Christa, alguien te busca!

Como si fuera un resorte, brinqué de la cama y corrí escaleras abajo. Mis piernas temblaban, y la puerta me parecía lejana.

Cuando la abrí, ahí estaba él, de pie frente a mí, con una sonrisa hermosa y perfecta. Vestía una camisa polo blanca, pantalones de mezclilla negros y zapatillas deportivas.

Tuve el impulso de abalanzarme en sus brazos, pero algo me detuvo.

—Sant… —ni siquiera terminé de pronunciar su nombre porque él me silenció uniendo sus labios a los míos en un beso apasionado. Su aliento era cálido, y nuestros labios se sincronizaron perfectamente. Me rodeó la cintura con sus brazos, atrayéndome hacia él.

Cuando nos faltó el aire, nos separamos apenas unos centímetros para respirar.

—Christa, no sabes cuánto soñé con este momento —dijo, rozando su nariz contra la mía en un acto de ternura—. No pude venir antes. Tuve un accidente en Montenegro. Mis padres, que son médicos, prácticamente me tenían custodiado en mi habitación hasta que desaparecieron los golpes del derrumbe en la mina.

Sonreí al verlo bien. Todavía me tenía rodeada con sus brazos, y agradecía que no me soltara.

—¿Qué hacías en Montenegro?

—Fui a buscarte. Me he graduado y quería pedirle a tus padres permiso para cortejarte como mereces —bajó la vista, y el silencio entre nosotros se llenó de tristeza—. Supe lo que le pasó a tu padre y a tu hermano. No sabes cuánto lo siento. Si hubiera sabido… —apretó los dientes con impotencia—. Debí haber estado contigo. No imagino cuánto has sufrido, Christa…

Lo silencié, colocando mi dedo índice sobre sus labios.

—No quiero recordar momentos tristes hoy. Lo importante es que estás aquí conmigo.

Lo abracé, y él me estrechó con fuerza. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí segura a su lado. Pero el recuerdo de la llamada de Marcelo me golpeó como un rayo. Tenía que regresar a Montenegro por la mañana, y no quería arrastrar a Santiago a mi desdicha.

—Eso es lo importante, que estamos juntos ahora. Y, si me aceptas, quiero enamorarte, Christa. Quiero que me conozcas de pies a cabeza, porque desde el primer día que te vi en el rancho de tus padres, no he hecho más que pensar en aquella jovencita risueña y llena de vida que conocí.

Mordí mi labio inferior, conteniendo las lágrimas. No podía contarle sobre Marcelo ni sobre sus amenazas. Santiago no lo merecía.

—Pensaba constantemente en ti, Santiago. Estabas tan guapo cuando llegaste al rancho, con esos vaqueros y camisa de vestir. Siempre has sido tan elegante… No es necesario que me enamores porque ya estoy enamorada de ti.

Sus ojos brillaron, y volvió a besarme con pasión.

—Me haces el hombre más feliz del mundo, Christa.

Santiago me sostuvo entre sus brazos durante unos segundos más, como si quisiera asegurarse de que no era un sueño. Sentí su corazón latiendo con fuerza, y aunque su presencia me daba un alivio indescriptible, el peso de lo que me esperaba en Montenegro seguía oprimiéndome.

—Christa —dijo suavemente, inclinando un poco su rostro para mirarme a los ojos—. Si algo te preocupa, por favor, dímelo. Quiero estar contigo en todo, apoyarte en lo que sea necesario.




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