Destinos entrelazados

21. En cuerpo y alma

A las siete en punto, Santiago llegó por mí, tal como había prometido. Vestía una camisa azul claro que resaltaba sus ojos, y llevaba un ramo de flores en las manos.

—Para ti —dijo, extendiéndomelo con una sonrisa tímida.

—Gracias —respondí, aceptándolo con una mezcla de alegría y tristeza. Llevé mi nariz a las flores recordando cómo se sentía caminar por el campo lleno de flores silvestres.

Santiago me llevó a un pequeño restaurante en el centro de la ciudad, un lugar acogedor, iluminado con cálidas luces que creaban un ambiente íntimo. Durante la cena, Santiago me hizo reír con historias de su infancia, historias divertidas de sus hermanos, no me había equivocado al pensar que su familia era de una clase social muy por encima de la mía, incluso si mi padre viviera, toda su familia eran médicos prestigiosos, lo que me hizo recordar a la mujer que conocí cuando fui a buscarlo a aquel residencial de gente rica.

Pero al final de la velada, mientras él hablaba con entusiasmo sobre nuestro futuro, sentí cómo el nudo en mi garganta crecía.

—Santiago —lo interrumpí, mi voz temblando—. Hay algo que necesito decirte.

No podía ocultarle más, no podía mentirle así.

Él dejó su copa en la mesa y me miró con atención.

—Dime, Christa.

Tomé aire, tratando de reunir el valor para hablar, pero las palabras se atoraron en mi garganta. ¿Cómo explicarle todo sin ponerlo en peligro?

—Me iré mañana temprano —dije finalmente, evitando su mirada.

—¿Irte? —preguntó, sorprendido—. ¿A dónde?

—A Montenegro.

Su rostro cambió de inmediato.

—¿Por qué? Creí que habías decidido quedarte aquí un tiempo más.

—Es… complicado. Solo sé que tengo que hacerlo.

Santiago tomó mi mano sobre la mesa, su expresión llena de preocupación.

—Si es tan importante, voy contigo.

Mi corazón se detuvo.

—¡No! —respondí, más rápido de lo que debía. Él me miró fijamente, esperando una explicación. —Quiero decir, no es necesario. Es algo que debo resolver sola.

Santiago no parecía convencido, pero no quiso presionarme más.

—Si es tu decisión, la respeto. Pero prométeme que me llamarás en cuanto llegues. Te prometo que en unos días te alcanzaré allá, apenas hable con mis padres el tema de regresar a Montenegro, ya que por ahora se encuentran renuentes por lo del accidente.

Asentí, sintiéndome como la peor persona del mundo.

Esa noche, mientras regresamos, Santiago no dejó de mirarme, como si supiera que algo estaba mal, pero no supiera cómo preguntarlo.

—Gracias por todo, Santiago —le dije al detenernos frente a la puerta, girándome, para mirarlo. Sus ojos se clavaron en los míos, y sentí un ligero temblor en mi pecho.

—No tienes que agradecerme nada, Christa —respondió suavemente. Su voz era un bálsamo para mis nervios.

Un silencio cargado se extendió entre nosotros. Él levantó una mano y rozó mi mejilla con sus dedos, como si fuera lo más natural del mundo.

—No quiero irme aún —confesó en un susurro, su mirada buscando la mía, pidiendo permiso y algo más que no lograba descifrar del todo.

Sentí el calor subir a mis mejillas. No quería que se fuera tampoco. Antes de que pudiera pensar demasiado, me escuché a mí misma decir:

—Entonces… quédate.

Santiago se detuvo un momento, como si no estuviera seguro de haber escuchado bien. Su rostro se iluminó con una mezcla de sorpresa y ternura.

—¿Estás segura? —preguntó, su voz apenas un murmullo.

Asentí, mi corazón latiendo con fuerza mientras abría la puerta y lo invitaba a entrar. Estaba consciente de que no podía tener invitados en mi habitación, era una regla de la casa de la señora Esther, las habitaciones eran muy pequeñas, no quería que los inquilinos causaran desorden, pero de todos modos me estaba arriesgando, mañana ya no dormiría aquí. Subimos las escaleras en silencio, con el ambiente entre nosotros lleno de expectativa. Al llegar a mi habitación, giré para enfrentarlo.

—No quiero estar sola esta noche —le dije, con mi voz temblando un poco.

Santiago dio un paso hacia mí, cerrando la distancia entre nosotros. Sus manos encontraron mi cintura, y el simple contacto envió una corriente eléctrica a través de mi cuerpo.

—Nunca tendrás que estar sola si yo puedo evitarlo —respondió con firmeza, antes de inclinarse y tomar mis labios en un beso profundo.

Sus labios eran cálidos, suaves, y llenos de todo lo que no habíamos dicho con palabras. Me rendí completamente al momento, rodeando su cuello con mis brazos mientras él me acercaba más a su cuerpo.

Cuando nos separamos para tomar aire, apoyó su frente contra la mía, sus dedos acariciando mi mejilla.

—Eres todo lo que he deseado, Christa —murmuró.

Tomé su mano y lo guié hacia la cama. Cada movimiento era lento, deliberado, como si quisiéramos alargar el momento, disfrutar de cada segundo. Me senté al borde de la cama y lo miré con una mezcla de nervios y anhelo.

—Quédate conmigo —le pedí una vez más, mi voz apenas un susurro.

Santiago no respondió con palabras. En lugar de eso, se inclinó para besarme de nuevo, esta vez con más intensidad, mientras se acomodaba a mi lado. Sus manos exploraron con delicadeza, trazando líneas invisibles en mi piel, como si quisiera grabar cada detalle en su memoria.

Nos dejamos llevar por la intimidad del momento, nuestros cuerpos sincronizados en un lenguaje silencioso de deseo y amor. Era como si el tiempo se hubiera detenido, como si en ese instante solo existiéramos él y yo. Las caricias de Santiago se sentían como seda en mi pie. Con manos temblorosas por mi inexperiencia me permití tocar todo su cuerpo.

Cada caricia suya encendía algo profundo en mí, algo que hacía eco en lo más íntimo de mi ser. Su cuerpo se unía al mío con una intensidad que me hacía olvidar todo, excepto el momento que estábamos compartiendo.

Mis manos buscaban anclarse en su espalda, como si temiera perderme en la vorágine de emociones que me envolvía. Él, atento a cada respuesta de mi cuerpo, me sostenía con fuerza y delicadeza a la vez, creando una conexión que iba más allá de lo físico.




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