Destinos entrelazados

22. Huye corderito

Christa Bauer

No sabía qué haría al llegar a Montenegro. Había tomado el autobús que Marcelo me había indicado; necesitaba saber por qué motivo quería que regresara. Tal vez mi madre se lo había pedido. Hace poco, en una de las cartas de Margarita, me enteré de que, tras la muerte de mi hermano Fred, mi madre había sufrido una embolia. Medio cuerpo quedó inmóvil, y ahora yacía en cama. Pensar en ella me llenaba de melancolía. Era mi madre, me importaba, pero siempre me había tratado con desprecio. Jamás entendí sus motivos. Siempre traté de ser una buena hija, pero nunca logré ganarme su cariño.

Miré a través del cristal de la ventana con tristeza.

En el autobús viajábamos apenas cinco personas. Era el último destino de la ruta. Apenas habíamos atravesado el arco de bienvenida al pueblo cuando el vehículo se detuvo. Miré enseguida por la ventana; los autobuses no solían detenerse antes de llegar a la central. Al asomarme mejor, noté que varias camionetas estaban atravesadas, bloqueando el paso. Entonces, las puertas se abrieron, y Marcelo apareció ante mis ojos. Nuestras miradas se conectaron de inmediato, y un escalofrío recorrió mi espalda.

—Christa, ¡ven acá! —ordenó con voz seca.

Llevaba un sombrero vaquero. Su forma de vestir había cambiado; ya no parecía un capataz con ropas llenas de tierra y botas desgastadas. Ahora vestía como un patrón, como el dueño del rancho.

Tragué saliva. No tenía caso alargar más este momento. Me puse de pie y caminé hacia él. Marcelo me esperaba al pie de la puerta. De manera cortés, me ofreció su mano para ayudarme a bajar, pero me negué a tomarla. En lugar de enfadarse, esbozó una sonrisa maliciosa.

—Sigues siendo una potranca rebelde. Eso me gusta.

Su comentario me provocó náuseas. Siempre había aborrecido la forma repugnante en la que me miraba, y esta vez no fue la excepción. Aunque llevaba jeans y una blusa sencilla, me miró como si quisiera desnudarme ahí mismo. Era un depravado sin vergüenza.

De pronto, llevó su mano hasta mi brazo y lo apretó con fuerza, arrancándome un quejido justo cuando el autobús arrancaba.

—¡Suéltame! ¡Me estás lastimando!

—Si te portas bien, seré bueno contigo. Tú sabrás lo que te conviene, Chris…

Fruncí el ceño al escuchar ese apodo.

—Ya estoy aquí. ¿Para qué querías que regresara? ¿Mamá te pidió que me trajeras? —pregunté, exigiendo respuestas.

Él, en cambio, esbozó una sonrisa burlona.

—¿Tu madre? —soltó una carcajada—. A ella no le importas. La única que le importa es Greta, su consentida. Tú solo eras la no deseada.

—¡Cállate! —grité, llena de coraje.

Sabía que decía la verdad, y eso dolía. Marcelo no dejaba de burlarse. Los hombres que lo acompañaban me miraban con lástima. Todos los trabajadores del rancho habían respetado a mi padre, pero ahora tenían que obedecer las órdenes de él.

—¿Te duele que te digan la verdad, cuñada? —susurró Marcelo, acercándose a mi oído—. Después de que terminemos con esto, tú y yo iremos a divertirnos con todo el dinero que me darán por tu firma.

Fruncí el ceño, desconcertada. No entendía de qué hablaba. En ese momento, uno de los hombres de Marcelo le entregó una carpeta.

—Firma —ordenó, extendiéndome los papeles.

—¿Qué es esto?

—Vas a cederme el rancho para que yo pueda venderlo. Después de eso, nos iremos de este pueblucho con todo el dinero. Y tú, mi bella cuñada, vendrás conmigo porque haré contigo lo que me plazca…

Todo mi cuerpo se estremeció de terror.

—¡No! —mascullé—. No quiero y no lo haré. Jamás estaría contigo. Eres el esposo de mi hermana.

—¿La hermana que te odia, Christa? ¿Por qué no pagarle con la misma moneda? Greta se lo merece… —Negué con firmeza. Jamás traicionaría a mi hermana de esa manera.

—Desde que me casé con tu hermana, siempre he fantaseado con tenerte. Maldita sea que no fuiste la mayor… Tu padre jamás me habría dejado acercarme a ti.

—Eres el peor hombre que he conocido. Me das asco. Jamás estaría con alguien como tú. ¡Tú asesinaste a Fred!

En un segundo, Marcelo levantó su mano y la dejó caer sobre mi mejilla. Quedé anonadada. Al principio no dolió, pero pronto el ardor me obligó a llevar la mano al rostro.

Lo miré con rabia e intenté devolverle el golpe, pero él se burló de mí. Me empujó, y caí al suelo.

—Firma, maldita sea, o tendré que obligarte —gruñó, desabrochándose el cinturón como amenaza.

Quedé inmóvil, paralizada por el miedo.

—¿Por qué quieres mi firma? ¿De qué sirve?

Marcelo se llevó las manos a la cabeza, visiblemente frustrado.

—¡Súbanla a la camioneta! Firmarás por las buenas o por las malas —ordenó.

Los hombres no se movieron. Me miraban en el suelo, indecisos. Uno de ellos, finalmente, me ayudó a levantarme.

—Por favor, ayúdeme. Por mi padre… Marcelo es un mal hombre —supliqué.

El hombre tragó saliva. Aún parecía sentir respeto por mi padre. Se miraron entre ellos, y mi esperanza creció.

—¡Por favor! —rogué, con la voz quebrada.

—¡Corre! —susurró uno de ellos.

Tardé unos segundos en reaccionar. Entonces, él gritó que lo había golpeado y corrí con todas mis fuerzas. Marcelo no pudo reaccionar a tiempo.

—¡Atrápenla! ¡Idiotas! —gritó furioso.

Corrí tan rápido como pude. Mi única esperanza era que alguien pasara por la carretera y me ayudara. Sentí a los hombres de Marcelo persiguiéndome, pero yo era más ágil. De repente, una camioneta grande y lujosa con vidrios polarizados pasó a mi lado.

—¡Ayuda! —grité, levantando las manos—. ¡Ayúdenme!

Para mi sorpresa, la camioneta frenó.

Corrí hacia ella. Un hombre salió y me recibió en sus brazos.

—¡Ayuda, me quieren secuestrar! —supliqué.

Cuando alcé la vista, nuestras miradas se cruzaron, y mi cuerpo se heló.

—Don Ignacio… —escuché a Marcelo murmurar con voz servil.

Me giré, dando un paso atrás. El miedo me invadió nuevamente.




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