Destinos entrelazados

29. Ya no sería la inocente de antes

Christa Bauer

El viento soplaba frío cuando llegué al rancho. El aire cargado de tierra y tristeza parecía envolverlo todo, como si el lugar entero supiera lo que había pasado. Sentí un peso en el pecho mientras bajaba del auto en el que me habían trasladado. Mis manos temblaban, y no supe si era por la fatiga, el miedo, o la mezcla de ambos que llevaba cargando desde la reunión con Ignacio Sandoval. Lo único que sabía era que nada iba a ser lo mismo a partir de ahora.

Al entrar al patio, vi a Margarita y su madre. Sus rostros reflejaban el cansancio, pero también la empatía de quienes sabían lo que dolía perder a un ser querido. Se habían encargado de organizarlo todo: las sillas, las flores, el ataúd en el centro de la capilla que mi padre un día construyó para los funerales de la familia y los empleados del rancho. Margarita levantó la vista cuando me vio.

—Hicimos lo que pudimos, Christa —dijo con suavidad, pero sus palabras me atravesaron como un cuchillo.

Asentí sin hablar. Mi garganta estaba cerrada, y mis piernas parecían hechas de plomo mientras me acercaba al ataúd. Ahí estaba ella. Mi madre. Su rostro, ahora inmóvil, parecía tranquilo, más sereno que en todos los años que compartimos bajo el mismo techo. Un nudo enorme se formó en mi garganta. Quise llorar, pero no pude. Quise retroceder, pero algo más fuerte me empujó hacia adelante.

Me incliné, apoyando mis manos temblorosas en el borde del ataúd. Su rostro, ese que tantas veces me había mirado con dureza, ahora parecía vacío, sin rastro de las palabras que tanto me dolieron. Y, sin embargo, seguían ahí, como si el eco de sus reproches se aferrara a mi piel.

—¿Por qué, mamá? —susurré, sintiendo cómo las lágrimas, finalmente, empezaban a correr por mis mejillas—. ¿Por qué nunca pudiste amarme? Yo te necesité tanto…

Mi voz se quebró, y mis manos se apretaron en los puños. Todo dentro de mí quería respuestas que sabía que nunca obtendría.

—Hice todo lo que pude para ser la hija que querías. Todo. Pero nunca fue suficiente, ¿verdad? Siempre me miraste como si fuera un peso, como si fuera algo que tenías que cargar. ¿Sabes lo que hizo conmigo? ¡¿Sabes lo que dolió?!

Sentí que el aire me faltaba, pero no me detuve. Las palabras que había guardado por años salían ahora como un torrente.

—Pero ya no importa. No más, mamá.

Enderecé mi espalda, limpiando las lágrimas con el dorso de la mano. Algo en mí cambió en ese momento, como si el dolor y la rabia se fundieran en un fuego que me calentaba el alma.

—Te lo prometo —murmuré, mirando su rostro por última vez—. Nunca más seré la Christa débil que dejaste. Me casaré con Ignacio Sandoval, y me convertiré en una mujer fuerte. Una mujer que nadie podrá pisotear, ni siquiera él.

Respiré hondo, intentando recuperar algo de compostura. Fue entonces cuando escuché el ruido de unos pasos apresurados. Me giré y vi a Greta entrando a la capilla. Llevaba el cabello despeinado, y sus ojos estaban hinchados de tanto llorar. Dos niños pequeños se aferraban a su falda, mirándome con una mezcla de curiosidad y confusión. Pero los ojos de Greta estaban llenos de algo más, furia.

—¡Esto es tu culpa! —gritó, con la voz desgarrada—. ¡Tú la mataste, Christa!

Sus palabras me golpearon como un mazo, pero me quedé inmóvil. Mi corazón latía con fuerza, pero no iba a ceder ante ella. No ahora.

—Siempre la presionaste, siendo la hijita perfecta de papá —continuó, avanzando hacia mí con los puños cerrados—. Siempre fuiste egoísta, siempre la llevaste al límite. ¡Y ahora está muerta por tu culpa!

No pude aguantar más el coraje y le solté una bofetada que resonó por toda la capilla, su mejilla se volvió roja al instante al mismo tiempo que me miraba con furia.

—No hables de cosas que no entiendes, Greta, ¡todos ustedes fueron tan crueles conmigo! —dije al final, con una frialdad que ni yo misma reconocí.

Ella soltó una risa amarga, pero antes de que pudiera responder, Margarita se interpuso entre las dos.

—Basta, esto no es el momento —dijo, con una firmeza que me sorprendió.

Greta, aun temblando de coraje, se abrazó a sus hijos mientras su mirada se clavaba en mí como un puñal. Pero no dije nada más. No valía la pena discutir. No valía la pena demostrarle nada.

Miré hacia el ataúd una última vez. El dolor seguía ahí, pero ahora había algo más en mí, algo que no estaba dispuesta a ignorar. Una chispa, un fuego que no se apagaría.

Algunas de las amigas de mi madre habían llegado y me miraban con reproche y desaprobación.

—Si quieres darle un último adiós a nuestra madre, hazlo, porque yo no pretendo quedarme en el funeral de alguien que nunca se preocupó por mí en vida.

Margarita me miró frunciendo el ceño, como si me desconociera —pero Christa…

—Entierren a mi madre por la tarde, junto a la lápida de papá, como debe ser, te lo encargo por favor…

Me despedí antes de salir de la capilla mientras las demás mujeres me observaban cotilleando sobre mí, imaginé que no eran cosas muy buenas, pero ya no importaba, pronto, les callaría la boca a todas.

Me miré al espejo, ajustando los tirantes del vestido que Ignacio había mandado a mi puerta esa misma mañana. Era un diseño exquisito, de seda azul marino que caía con suavidad, abrazando mi figura como una segunda piel. El escote era elegante, aunque lo suficientemente pronunciado como para que me sintiera algo expuesta. No era un vestido que hubiera elegido por mí misma, pero eso no importaba. Esta noche no era sobre lo que yo quería, sino sobre lo que él esperaba.

"Pareces una reina," había dicho Margarita mientras me ayudaba con el cierre, pero yo no me sentía así. Por dentro, estaba rota, y la tela fina no podía ocultar las grietas. Acaricié el colgante que llevaba en el cuello, uno sencillo que me pertenecía desde niña. Era lo único mío que me había permitido llevar.

Mientras recogía mi cabello en un moño bajo, las palabras de Ignacio regresaron a mi mente: "Esta noche quiero que todos sepan que eres mía." Su tono había sido suave, pero la intención detrás de esas palabras era clara como el agua. Yo era un reflejo de su poder, de su control, y esta cena no era más que una exhibición para los demás.




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