Santiago Sandoval
La mansión de la familia Sandoval, era imponente, antigua y con un aire de grandeza, hablaba de siglos de historia y riqueza que habían forjado mis abuelos y bisabuelos.
Mi madre se acomodó el chal sobre los hombros mientras nos acercábamos a la entrada principal. Mi padre caminaba a su lado con calma, mirando a los alrededores, mirando como nada había cambiado desde que dejó de vivir en Montenegro, mientras Christian, mi hermano menor, susurraba algo al oído de Sofía, su prometida, quien soltó una risa baja y nerviosa.
Mariana, por su parte, estaba a mi derecha, hablando animadamente con mi madre sobre los eventos sociales más recientes en la capital. Ella siempre encontraba una forma de estar en el centro de cualquier conversación, con sus movimientos calculados y su risa perfectamente medida. No pude evitar notar cómo mi madre la miraba con aprobación. Para ella, Mariana era la candidata ideal para convertirse en mi pareja, una joven exitosa, de buena familia y siempre dispuesta a complacer.
Cuando las puertas se abrieron, mi tío estaba allí, esperándonos con una sonrisa amplia que no alcanzaba a sus ojos. Su presencia llenaba el espacio como si la mansión misma fuera una extensión de su dominio. Vestía un traje impecable, y su voz retumbó con autoridad mientras nos daba la bienvenida.
—¡Familia Sandoval! Qué honor tenerlos en mi casa. Por favor, pasen. —Su mirada recorrió a cada uno de nosotros, deteniéndose un segundo más en Sofía y en Mariana, como si evaluara cada detalle.
—Ignacio, hermano… Estoy contento de que al fin sentarás cabeza —respondió mi padre con su tono diplomático, estrechándole la mano. Después, con la franqueza que lo caracterizaba, añadió— Por cierto, nos tiene intrigados. ¿Quién es la afortunada, de qué familia viene? ¿Cuándo conoceremos a tu prometida?
Una sonrisa astuta se formó en el rostro de mi tío, y se encogió de hombros con teatralidad.
—Es una verdadera sorpresa, hermano. Pero les aseguro que la espera valdrá la pena. La conocerán en la cena. Por primera vez, puedo confesar que estoy enamorado.
Todos intercambiamos miradas curiosas, en especial mi madre, ella pensaba que mi tío era un vividor mujeriego, pero no dio más detalles. Nos condujo al interior, donde los sirvientes ya se movían con precisión, asegurándose de que todo estuviera en su lugar. El salón principal era impresionante, con techos altos, candelabros antiguos y paredes adornadas con retratos familiares que parecían observarnos desde siglos pasados.
Mi madre, siempre inclinada a juzgar, no tardó en comentar mientras nos preparábamos para la cena.
—Demasiado misterio, ¿no creen? —dijo, dirigiéndose a Mariana, quien sonrió de acuerdo. Luego bajó la voz, lo suficiente para que solo nosotros escucháramos—. Quizás es una mujerzuela, alguien que no sabe cómo comportarse en sociedad. Por eso este espectáculo.
Mariana soltó una risita, aunque se cubrió los labios con delicadeza. Ignoré el comentario, aunque me incomodó más de lo que quería admitir. Había algo en el comportamiento de mi tío, en la manera en que esquivaba las preguntas, que no terminaba de convencerme.
Tenía demasiada curiosidad por saber quién sería la mujer con la que al fin formaría una familia.
Cuando finalmente nos dirigimos al comedor, todo estaba preparado con una perfección casi obsesiva. La mesa era larga, con un mantel de lino blanco y candelabros que iluminaban la sala con un resplandor cálido. Cada lugar tenía su nombre cuidadosamente escrito en una tarjeta. Tomé asiento cerca de mi padre, y Mariana se aseguró de colocarse a mi lado.
La conversación comenzó de forma relajada, aunque el ambiente estaba cargado de anticipación. Fue mi madre quien rompió el hielo con un comentario afilado.
—Ignacio, nos tiene en ascuas. ¿Cuándo conoceremos a su prometida?
Mi tío apenas había abierto la boca para responder cuando un empleado entró discretamente y se inclinó hacia él, murmurando algo al oído. La expresión de Ignacio se iluminó, y con un gesto elegante, se puso de pie.
—Ah, parece que la espera ha terminado. Mi prometida ha llegado.
Todos lo observamos con expectación mientras él caminaba hacia la puerta del comedor. El sonido de los tacones resonó en el pasillo, y cuando la figura apareció en el marco de la puerta, el aire parecío detenerse en mis pulmones.
Era Christa.
Entró al comedor con la cabeza alta, envuelta en un vestido azul marino que acentuaba cada línea de su figura. Su cabello rubio caía en suaves ondas atadas a un moño bajo, y su mirada, fría y decidida, recorrió la sala antes de encontrarse con la mía. En ese instante, sentí como si el suelo se moviera bajo mis pies. Me puse de pie instintivamente, incapaz de apartar los ojos de ella.
Mi madre, sentada a mi lado, también se levantó de golpe. Sus ojos se abrieron de par en par, y su rostro pasó de la sorpresa al reconocimiento en cuestión de segundos.
—¿Christa? —murmuró, como si el nombre fuera un veneno que no quería pronunciar en voz alta.
Christa mantuvo su expresión impasible, aunque noté el leve temblor en sus manos cuando Ignacio se acercó para tomarla de la cintura.
—Familia, les presento a mi prometida, Christa Bauer, apoco no es una hermosura de mujer… —soltó con una sonrisa triunfante.
El mundo se redujo a ese momento, a esa revelación. Sentí una mezcla de incredulidad, rabia y algo más profundo que no podía nombrar. La mujer que había amado, la mujer que habitaba en mis pensamientos, la que me había jurado que me amaba y por la que se suponía que había venido a Montenegro estaba ahora del brazo de mi tío.
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Editado: 20.01.2025