Christa Bauer
Quería correr detrás de Santiago cuando salió de la habitación, pero no podía. Tuve que ahogar mis sentimientos en lo más profundo de mi ser, al mismo tiempo que sentía las miradas de todos clavándose como puñales sobre mí.
Estaba segura de que sus padres sabían sobre mí, él me dijo que hablaría con ellos. Y frente a ellos lo estaba traicionando, estaba traicionando lo más puro y bueno que me quedaba en la vida, un amor verdadero, ya nada me quedaba.
—Debo ir al baño… —me disculpé como pude, porque el nudo que se había formado en mi garganta apenas permitía que mi voz saliera.
—Una de las empleadas de servicio te debe acompañar —demandó haciéndole señal a una señora con uniforme.
Mis piernas temblaban mientras caminaba hacia el baño, acompañada por la empleada que Ignacio había señalado con un simple movimiento de su mano. Mi corazón latía con fuerza, como si quisiera escapar de mi pecho, y sentía un peso sofocante en mi interior. Apenas crucé la puerta del baño, cerré el pestillo y me dejé caer contra la pared.
El reflejo en el espejo me devolvió una imagen que no reconocí, el de una mujer con los ojos vidriosos, el maquillaje ligeramente corrido y una expresión de derrota que hacía que mi alma se quebrara aún más. Esta no era yo… o tal vez sí. Tal vez este era mi destino, ser una mujer desdichada, sin derecho a amar ni que la amen.
Me llevé las manos al rostro, tratando de contener el torrente de lágrimas que amenazaban con escapar. Santiago. La forma en que me miró antes de irse, como si hubiera arrancado algo vital de su ser. Lo había traicionado… pero ¿acaso tenía otra opción?
—Tienes que ser fuerte, Christa. —Me dije en voz baja, mirando el reflejo con una determinación que intentaba forzarme a sentir. Ignacio esperaba que me comportara como la prometida perfecta. La familia de Santiago esperaba mi caída. Y Santiago… él esperaba respuestas que no podía darle.
Cerré los ojos, inhalé profundamente y dejé que el aire llenara mis pulmones. El nudo en mi garganta seguía allí, pero lo empujé hacia abajo, enterrándose junto con los sentimientos que no podía mostrar. Me lavé la cara con cuidado, arreglé mi maquillaje y me ajusté el vestido.
—Estoy lista —le dije a la empleada al abrir la puerta, obligándome a esbozar una sonrisa. Ella me miró con indiferencia, como si supiera que esa sonrisa era una máscara.
Aún respiraba profundamente, intentando aferrarme a la compostura que había construido dentro del baño como un castillo de naipes. Había conseguido silenciar, aunque fuera temporalmente, los gritos internos que me acusaban de traición.
Sin embargo, mis pasos se detuvieron en seco al encontrarme frente a una figura que esperaba apoyada contra la pared. Era ella, la madre de Santiago, impecable y altiva como siempre, con un aire de triunfo que resultaba tan evidente como molesto.
—Señorita Bauer —me saludó con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, más una exhibición de poder que de cortesía.
—Señora —respondí con cautela, intentando mantener la máscara intacta.
Ella avanzó un paso hacia mí, cruzando las manos frente a su pecho. Su tono era dulcemente envenenado, como si cada palabra estuviera diseñada para penetrar donde más dolía.
—Solo quería felicitarte, querida. Ignacio es un hombre imponente, generoso… y, por supuesto, muy adecuado para alguien como tú, los dos son de pueblo —sonrió abiertamente —Me alegra saber que él te ha dado la oportunidad de… mejorar tu vida.
Mi mandíbula se tensó, pero no respondí. Sabía que esto era un juego, uno en el que ella era experta.
—Aunque… —continuó, inclinando ligeramente la cabeza como si estuviera evaluándome—, debo confesarte que estoy aún más feliz por otra razón.
La miré, manteniendo la calma mientras sus palabras venían envueltas en una falsa calidez. Para ninguna de las dos era un secreto que no le agradaba, me lo había dicho por teléfono.
—Estoy feliz porque ahora no tendré que hacer nada para alejarte de Santiago. Tú misma lo hiciste. Lo decepcionaste de la manera más efectiva, con tus propias decisiones.
Su sonrisa creció mientras yo intentaba contener el nudo que se formaba de nuevo en mi garganta.
—Créeme, querida —dijo acercándose un paso más, bajando la voz como si quisiera que solo yo pudiera escucharla—, fue un alivio verte al lado de Ignacio esta noche. Por fin, Santiago entenderá lo que siempre traté de decirle, que tú no eres adecuada para él.
—¿Eso es todo lo que tiene que decirme, señora? —logré responder con una calma que me sorprendió, a pesar de que sentía un terremoto en mi interior. Ahora confirmaba que lo que me había dicho el otro día por teléfono era una mentira, Santiago si me amaba, él venía por mí y no estaba comprometido, pero no podíamos estar juntos o le harían daño.
Ella inclinó la cabeza, fingiendo compasión.
—Eso es todo. Solo quería asegurarme de que supieras que tomaste la decisión correcta… para todos. Espero que seas muy feliz con mi cuñado.
Se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia el comedor, dejando tras de sí un rastro de perfume caro y palabras llenas de veneno. Me quedé inmóvil por un momento, procesando cada una de sus frases.
Cuando regresé al comedor, todos estaban ya sentados. Mariana Ríos había aprovechado mi ausencia para ocupar un lugar más cerca de Santiago, quien estaba de vuelta con una expresión inescrutable. Sus ojos evitaron los míos, pero pude sentir su tensión desde donde me encontraba.
Ignacio, como el anfitrión orgulloso que era, me guio hasta mi lugar junto a él. Su mano firme se posó en la parte baja de mi espalda, una muestra de posesión que me resultaba incómoda y asfixiante.
—Ahora que estamos todos, brindemos por esta hermosa ocasión —dijo Ignacio, levantando su copa.
Todos siguieron su gesto, excepto Santiago, quien tardó unos segundos más en levantar su copa, con la mandíbula apretada. Yo apenas podía saborear el vino; cada palabra, cada mirada era un recordatorio de que estaba atrapada en una jaula dorada.
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Editado: 20.01.2025