Christa Bauer
Me miré al espejo, sosteniendo con ambas manos el ramo de tulipanes blancos. Mis dedos acariciaban los pétalos suaves, como si de algún modo pudiera encontrar consuelo en su pureza. Pero ni siquiera su belleza podía calmar el torbellino de emociones que llevaba dentro. Mi reflejo era el de una mujer que estaba a punto de traicionarse a sí misma, de renunciar a todo lo que amaba.
Los ojos cansados que me devolvían la mirada parecían pertenecer a otra persona. El vestido blanco, ostentoso y elegante que envío Ignacio, pesaba sobre mis hombros como una cadena que me ataba a un futuro que no quería.
De pronto, sentí unos brazos rodeándome suavemente por la cintura. Margarita, mi fiel amiga, apoyó la barbilla en mi hombro, y ambas nos miramos en el reflejo.
—Christa... —su voz era un susurro lleno de ternura—. El amor de Santiago vale más que cualquier otra cosa, sé que tu padre también estaría de acuerdo conmigo, él te amaba tanto.
Mis labios temblaron, pero no dije nada.
—Este rancho... —continuó, con un tono de tristeza en su voz— solo te ha traído desgracias. Puedes empezar de nuevo, lejos de todo esto. Bruno y yo estaremos contigo, siempre. Prometo que lo cuidaremos mientras tú no estés.
Cerré los ojos y aspiré profundamente el aroma de los tulipanes. Quería creer en sus palabras, pero el peso de la promesa que le hice a mi padre se clavaba en mi pecho como una daga. Una lágrima caliente resbaló por mi mejilla, y finalmente solté las palabras que me quemaban por dentro.
—Perdóname, papá... por no cumplir la promesa que te hice. Pero sabes que amo a Santiago con todo mi corazón.
El crujir de las puertas principales se escuchó como un eco en la casona vacía. Una voz grave y autoritaria resonó, cortando el aire como un cuchillo.
—¡Christa!
Abrí los ojos de golpe, sintiendo cómo mi corazón se detenía un instante. Margarita se tensó detrás de mí, y nuestras miradas se cruzaron en el espejo.
—¿Qué hace aquí? —preguntó ella en voz baja, su rostro pálido.
Negué con la cabeza, mi mente hecha un caos.
—Se suponía que lo vería en la iglesia —respondí apenas, intentando procesar la situación.
Ambas descendimos las escaleras juntas. Margarita no soltaba mi mano, y agradecí ese gesto porque sentía que mis piernas no me sostendrían. Cuando llegamos al vestíbulo, allí estaba él, Ignacio Sandoval, vestido con un traje oscuro impecable, su figura imponente irradiando una mezcla de autoridad y amenaza.
Su mirada se posó en mí, recorriéndome de pies a cabeza con una lascivia que me revolvió el estómago.
—No estoy tan seguro de poder esperar hasta la noche de bodas para hacerte mía —dijo, su voz cargada de burla.
Mi cuerpo entero se estremeció. Apenas logré mantener la compostura mientras respondía —Tú me prometiste que respetarías mi decisión... hasta que yo estuviera lista.
Ignacio río. Una risa seca y cruel que resonó en las paredes como una bofetada.
—Oh, Christa, claro que lo prometí... pero, después de todo, es mi derecho, ¿no crees?
La rabia se mezcló con el miedo, formando un nudo en mi garganta. Margarita dio un paso adelante, con valentía, aunque su voz tembló ligeramente.
—¿No cree que podría haber avisado antes de irrumpir así? Es de mala suerte ver a la novia antes de la boda —alegó, con la barbilla en alto.
Ignacio ni siquiera la miró. Su atención seguía fija en mí.
—He venido por ti, Christa. Llegaremos juntos a la iglesia. No quiero que nada ni nadie arruine este día tan especial para nosotros.
Su sonrisa tenía un filo cruel, como si disfrutara de mi incomodidad. Sus ojos eran oscuros pozos de arrogancia, y por un momento sentí que no tenía escapatoria.
—Voy por mis cosas —dije al fin, mi voz apenas un murmullo.
Ignacio asintió con una satisfacción evidente. Subí las escaleras con Margarita a mi lado, aferrándome a su mano como si fuera mi ancla.
—No tienes que hacerlo —me susurró ella, sus ojos llenos de preocupación.
—No lo haré, Maggie —respondí, sintiendo un atisbo de determinación florecer en mi interior—. Pero necesito tiempo y encontrar el momento adecuado para encontrarme con Santiago, tú vendrás conmigo.
Su rostro mostró un alivio fugaz antes de asentir. Mientras recogía algunas cosas, mi mente trabajaba frenéticamente, buscando una manera de detener lo que se avecinaba. Ignacio Sandoval no se saldría con la suya. No lo permitiría. Él no podría adueñarse de mi rancho si no podía encontrarme, porque dejaría todo listo para que Bruno y Margarita tomarán el control del rancho mientras estuviera ausente.
…
Me subí a la camioneta decorada con flores blancas y cintas doradas, sintiendo que cada paso que daba era como caminar hacia mi propia ejecución. Los aplausos y gritos de los empleados del rancho y algunos invitados retumbaban a mi alrededor, pero eran solo un ruido distante para mí. Margarita y Bruno iban en otra camioneta detrás de nosotros, junto con algunos trabajadores que habían sido invitados a presenciar lo que debería haber sido el "día más feliz de mi vida", solo que ellos no estaban enterados de lo que realmente pasaba.
Ignacio subió a su asiento atrás del conductor con una sonrisa que me puso la piel de gallina. Su seguridad y arrogancia me pesaban más que el vestido que llevaba puesto. Apenas se encendió el motor y salimos del rancho, el ambiente se tornó frío, aunque el sol brillaba intensamente afuera.
—Christa —dijo, sacando un sobre marrón grueso de la guantera—. Tenemos un pequeño detalle que atender antes de llegar a la iglesia.
Fruncí el ceño, intentando no mostrar el temor que me invadía.
—¿Qué es esto? —pregunté, tomando el sobre con dedos temblorosos.
Lo abrí y saqué un conjunto de documentos. Mi corazón dio un vuelco al leer las palabras "Acta de matrimonio".
—¿Qué significa esto? —dije en un hilo de voz, sintiendo cómo el aire abandonaba mis pulmones.
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Editado: 20.01.2025