Destinos entrelazados

40. Fue un accidente

Christa Bauer

El aire me quemaba los pulmones mientras el caballo se detenía abruptamente frente a las camionetas que nos habían cerrado el paso. Mi corazón latía tan rápido que temía que Santiago pudiera escucharlo. Apenas tuve tiempo de asimilar lo que estaba pasando cuando Ignacio bajó de una de las camionetas. Su figura imponente, con esa expresión de furia contenida, me hizo estremecer. Y entonces lo vi. El brillo metálico de una pistola en su mano.

—¡Se acabó, Christa! Quise ser bueno contigo, pero ya veo que las yeguas necesitan quien las amanse a la mala—vociferó, con la mirada fija en Santiago.

Sentí cómo Santiago se tensaba a mi lado, como un muro dispuesto a protegerme a toda costa. Quise decir algo, gritar tal vez, pero mi voz quedó atrapada en la garganta.

—¡Ignacio, basta! —grité finalmente, intentando sonar firme, aunque mi voz temblaba—. Esto no tiene que terminar así, ya tienes lo que querías, déjanos ir… no te amo y jamás podré hacerlo.

—¿No? —se burló, apuntándome con el arma—. Tú lo decidiste, Christa. Quisiste desafiarme, y ahora esto es lo que obtienes, no seré la burla del pueblo cuando digan que mi esposa me abandonó, prefiero ser viudo a un cornudo, ¿ya le dijiste a Santiago, que eres mi esposa por ley, que ya me firmaste el acta de matrimonio?

Me coloqué frente a Santiago instintivamente, como si pudiera detener cualquier cosa con mi cuerpo. Pero Ignacio no me miraba a mí; sus ojos estaban clavados en Santiago, llenos de odio.

—¡Eres un maldito, la obligaste! —vociferó Santiago, de alguna manera, entendiendo que tuve que hacerlo.

—Creí que eras más listo, sobrino —dijo con una sonrisa venenosa—. Pero estás jugando un juego peligroso, quieres robarte a mi esposa que es de mi propiedad.

—¿Propiedad? Christa no es tuya…—Santiago dio un paso al frente, su voz cargada de rabia—. Tú eres el único que juega sucio, Ignacio. ¿Por qué no lo admites de una vez? Eres el responsable del derrumbe en la mina, ¿verdad? ¡Y del accidente donde murieron mis abuelos! Además de obligar a Christa a firmar esa acta, amenazándole con hacerme daño.

Las palabras de Santiago cayeron como un balde de agua helada sobre todos. Ignacio lo miró durante un momento, y luego, para mi horror, comenzó a reír.

—¿Quieres la verdad? Sí… fui yo. ¿Y qué? Tu abuelo siempre me menospreció, siempre todo lo repartió a la mitad, aunque tu padre fuera un inútil para trabajar los negocios familiares. Nunca me dio el lugar que merecía en la familia. Así que tomé lo que me correspondía.

Mis piernas flaquearon. No podía creer lo que estaba escuchando.

El alguacil, que hasta ese momento había permanecido en silencio, dio un paso al frente.

—¿Es cierto lo que estás diciendo, Ignacio? —preguntó con incredulidad—. ¿Fuiste tú el responsable?

—¿Y qué si lo fui? —respondió Ignacio con desprecio—. Tú trabajas para mí, ¿recuerdas? Callarás, como siempre lo has hecho.

—No esta vez —replicó el alguacil, negando con la cabeza—. Te he apoyado con otras cosas, pero no callaré una muerte, esto… esto es demasiado. No puedo seguir siendo parte de esto.

—Entonces no sirves para nada.

Antes de que pudiera reaccionar, Ignacio apretó el gatillo. El disparo resonó como un trueno en el aire, y vi cómo el alguacil se desplomaba al suelo, formándose una mancha roja en su camisa blanca.

—¡No! —grité, llevándome las manos a la boca.

Santiago corrió hacia el alguacil, pero Ignacio levantó nuevamente el arma, apuntándole directamente.

—Ni un paso más —advirtió—. No te atrevas, Santiago.

Mi mente corría a mil por hora. No podía permitir que esto continuara, que Ignacio le hiciera daño a más personas, era la misma escena que me atormentaba por las noches cuando vi a mi hermanito Fred morir frente a mis ojos. Sin pensarlo, busqué a mi alrededor algo, cualquier cosa, y vi una roca en el suelo. La tomé y, con toda la fuerza que pude reunir, la lancé hacia Ignacio, siempre tuve un buen tiro, papá me enseñó bien.

El impacto en su mano fue suficiente para que soltara el arma. Aproveché el momento para correr hacia Santiago, pero Ignacio, en un arranque de furia, se abalanzó hacia mí.

—¡Basta, Ignacio! —gritó Santiago, interponiéndose entre los dos.

Ambos comenzaron a forcejear, y el sonido de los golpes resonó en el aire. Todo a mi alrededor se convirtió en un borrón; los gritos de los empleados de él y los míos que estaban a punto de armar una matanza en medio de la carretera, el miedo en mi pecho. De pronto, Bruno apareció, ayudando a Santiago a inmovilizar a Ignacio.

—¡Déjenme! —rugió Ignacio, luchando como un animal acorralado.

Pero entonces lo vi. Ignacio extendió la mano hacia el suelo, buscando desesperadamente el arma que había caído.

—¡Cuidado! —grité, pero ya era demasiado tarde.

Ignacio levantó la pistola y apuntó a Santiago. Mi corazón se detuvo.

—Si no puedo ganar —dijo, con una sonrisa maligna—, al menos me llevaré a alguien conmigo.

Un disparo resonó en el aire, pero no fue Ignacio quien lo disparó. Uno de los empleados más fieles del rancho, con el rostro desencajado, había recogido el arma caída del alguacil y le había disparado.

Ignacio tambaleó por un momento, sus ojos llenos de incredulidad, antes de desplomarse en el suelo.

Me quedé inmóvil, incapaz de moverme, mientras todo a mi alrededor parecía detenerse. La figura de Ignacio, inmóvil en el polvo, marcaba el final de un capítulo oscuro de nuestras vidas.

Santiago se acercó a mí, sus manos temblando al tomar las mías.

—Ya terminó, Christa —me dijo, su voz estaba cargada de emociones. Besó mi frente para calmarme. Lo abracé fuerte, como nunca, queriendo no soltarlo jamás.

El polvo todavía flotaba en el aire cuando Santiago me tomó de la mano, sus ojos oscuros buscaban los míos con urgencia.

—Te amo, Christa —me dijo con una firmeza que me desarmó, como si esas palabras fueran lo único cierto en medio del caos—. Pase lo que pase, nunca lo dudes.




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