CAPÍTULO VIII
Abrí los ojos encontrándome en mi cama. Los recuerdos de la noche anterior me asaltaron nuevamente haciendo que me llevara las manos a mi cuello. Ni un rasguño. Cerré los ojos con fuerza recordando cada detalle de lo sucedido. Me ardían los ojos solo de pensar como había acabado conmigo en sueños. Mi labio inferior comenzó a temblar antes de soltar un sollozo. No soportaba una pesadilla más así. No podía.
Era muy duro despertarse día sí y día también pensando que estarías herida de muerte por un psicópata enmascarado. Llevé mis manos al rostro dejando escapar algunas lágrimas. Todo esto era una mierda. Estiré mi brazo para alcanzar el reloj de la mesita que marcaba las cuatro de la mañana. Las cuatro. Entonces recordé que iba atrasado una hora. Por eso el día anterior abrí a las seis la cafetería. Cogí mi móvil y desbloqueé la pantalla. Las cuatro. ¿También?
Era demasiado pronto para levantarme, pero no quería volver a dormir. Me quedé tendida en la cama mirando el techo sin hacer nada hasta las seis de la mañana. Dos horas pensado en ese hombre. Dos horas atormentándome con los recuerdos de los tres ataques. Dos horas llorando mientras intentaba encontrar una solución a esos horribles sueños.
Me levanté y me metí en la ducha. No recordaba haberme metido el día anterior asique prefería hacerlo por la mañana de ahora en adelante. No tardé en salir. Me daba miedo estar mucho tiempo y que volviera a aparecer. Eran pesadillas pero mi problema es que ya no sabía cuándo estaba despierta y cuando no. Al estirar la mano para coger una toalla me quedé helada al ver unas marcas en mi muñeca. Tenían la forma de unos dedos y eran bastante evidentes. Tenían un color rojizo muy llamativo. Pasé mis dedos por esas marcas apretando un poco y puse una mueca de dolor. Entonces recordé que ese enmascarado me apretó la mano hasta que me hizo soltar el cuchillo.
Dios. No podía ser. Era una pesadilla.
Pero, entonces, ¿cómo es posible que el hombre de mis pesadillas me dejara una marca en la muñeca?
Solo había una explicación. Que fuera real.
Sentí mis rodillas temblar de frío y de miedo. Era real. Lo sabía. No podía ser una pesadilla. Pero había otra cuestión: ¿por qué no estaba muerta?
No lo sabía y tampoco me importaba. Lo único relevante en ese momento era que tenía una prueba para demostrarle al comisario West que era real todo lo que contaba y así que comience una investigación para atraparle.
Me sequé a toda prisa y me vestí. Ya eran las siete de la mañana cuando salí de mi apartamento a toda prisa. Le mandé un mensaje a Marien diciéndole que llegaría tarde. Los viernes Zack trabajaba por la tarde porque por la mañana tenía clases. Él lo prefirió así para tener la noche libre para salir con sus amigos.
Unos quince minutos después llegué a la comisaría. Ya nadie me llamaría loca. Entré con paso firme y me encontré con el comisario West.
—¿Comisario West? — llamé su atención cuando acabó de firmar unos papeles que le había entregado otro policía.
—Buenos días, señorita…— chasqueó los dedos intentando recordar mi apellido.
—Sanders. Pero puede llamarme Kate— le dije rápidamente para empezar a hablar de una vez de lo que me interesaba.
—Bien, Kate. ¿Qué ocurre? — ni siquiera me había invitado a pasar a su despacho. Estábamos en medio del pasillo de pie. Seguramente estaría pensando que venía por las pesadillas. Qué equivocado que estaba.
—Esto— me doblé la manga de la camiseta y le mostré los hematomas. Él los miró con detenimiento—. Anoche el hombre enmascarado me volvió a agredir.
—¿El hombre de las pesadillas? — preguntó alzando una ceja.
—Sí— afirmé, pero lo rectifiqué—. No. No son pesadillas, ya se lo dije y esto lo demuestra— moví el brazo delante de sus ojos para que lo viera.
—¿Volvió a apuñalarla ese hombre anoche? — negué con la cabeza.
—No, me cortó el cuello— cuando acabé de decirlo me arrepentí sobre todo al ver como el comisario bajaba la cabeza en busca de alguna herida en mi cuello.
—Yo lo veo bien— se cruzó de brazos y yo cerré los ojos con cansancio.
—Está bien. Estoy bien, pero anoche ese hombre me cogió de la muñeca— volví a levantarla delante de sus ojos— para que soltara el cuchillo con el que me iba a defender.
El comisario me miraba sin expresión alguna en su rostro. No se lo creía. Pero debía hacerlo. Tenía pruebas. Soltó un suspiro, cogió mi muñeca y comenzó a frotar con el pulgar los hematomas. Me solté rápidamente.
—¿Qué hace? Me duele— acaricié la zona dolorida con los dedos.
—No parece maquillaje y eso me asusta más— abrí los ojos.