Capítulo 6: Llamadas al Amanecer
Desde aquella tarde en el café, la relación con Joel comenzó a florecer de maneras inesperadas, y aunque mi corazón anhelaba ser feliz, había una parte de mí que seguía cautelosa, como si temiera lo que significaba abrirse a otra persona. Las semanas pasaron y nuestras interacciones se convirtieron en un hábito reconfortante, pero también confuso.
Las llamadas mañaneras eran como un rayo de sol en mi rutina, un momento de calidez en un mundo que a veces se sentía frío. Su voz era un bálsamo que aliviaba mis inquietudes.
—¡Buenos días, Adriana! —me saludaba con un entusiasmo que a menudo contrastaba con mi propio desánimo matutino.
—Buenos días, Joel —respondía, tratando de esconder el cansancio de mis ojos. Pero, a pesar de ello, no podía evitar sonreír al escuchar su voz.
Las conversaciones fluían de manera natural, pero había un eco de vulnerabilidad en cada palabra. A veces, me preguntaba si realmente estaba lista para este tipo de conexión.
—Adriana, ¿alguna vez has pensado en lo que realmente quieres hacer después de la práctica? —me preguntó una noche, su voz un suave susurro en la oscuridad.
—No lo sé. A veces me siento atrapada entre lo que debería ser y lo que realmente quiero. —Mi corazón se contrajo, y la verdad que nunca había dicho en voz alta me pesaba en el pecho.
—Eres más fuerte de lo que piensas. Tienes el corazón para esto. —Sus palabras eran un ancla en un mar de incertidumbre, pero también una carga.
Las noches se convirtieron en un refugio donde compartíamos risas y secretos, pero también revelaban mis temores más profundos. La idea de abrirme completamente me llenaba de pánico. Cada llamada era un recordatorio de que, aunque disfrutaba de su compañía, había un abismo de emociones que temía cruzar.
La transformación en mi apariencia no pasó desapercibida para mi abuela.
—Te queda bien lo enamorada —me dijo un día, con una sonrisa llena de complicidad.
—¡No estoy enamorada, Abuela! —repliqué, sintiendo cómo el rubor se extendía por mis mejillas.
—Claro, claro. Pero una abuela siempre sabe. —Su mirada era profunda, llena de sabiduría y ternura, y yo, en mi confusión, me preguntaba si en verdad había algo que ella sabía y yo ignoraba.
Un día, mientras preparaba la cena, me armé de valor.
—Abuela, ¿alguna vez has estado enamorada? —pregunté, la curiosidad superando mi timidez.
Ella sonrió con nostalgia, sus ojos brillando con recuerdos lejanos.
—Sí, mi amor. Y aunque no siempre es fácil, hay cosas de las que uno no se salva. —Su voz se tornó seria, como si estuviera compartiendo un secreto—. Es mejor arrepentirse de haberlo hecho que de no haberlo hecho.
Sus palabras me dejaron reflexionando. Cada conversación con Joel se sentía como una danza entre el deseo y el miedo. A veces, me perdía en la idea de lo que podríamos ser, de las risas compartidas, de las miradas cómplices. Otras veces, el miedo a lo desconocido me paralizaba.
Mientras las noches continuaban llenas de risas, me sentía más dividida que nunca. Las llamadas se convirtieron en un eco de mis emociones, cada risa una nota de un corazón que comenzaba a abrirse, pero también cada silencio un recordatorio de mis dudas.
La idea de estar enamorada se deslizó en mi mente como una sombra, oscureciendo mis pensamientos. Era un sentimiento extraño y a la vez familiar, como una melodía que había escuchado antes pero que nunca había tenido el coraje de interpretar.
Los días pasaban, y la imagen de Joel se convirtió en un reflejo en el espejo de mis pensamientos. A veces, sentía que estaba en la orilla de un abismo, mirando hacia abajo, preguntándome si debía saltar o retroceder. En cada conversación, en cada risa compartida, la idea de dejarme llevar parecía más atractiva, pero también más aterradora.
Así que continué en esta ambigüedad, atrapada entre la esperanza y el miedo, entre el deseo de ser feliz y la necesidad de proteger mi corazón. Las noches se convirtieron en un campo de batalla donde mis emociones luchaban por salir a la superficie, mientras el eco de las risas de Joel resonaba en mi mente, llenándome de una calidez que, al mismo tiempo, me asustaba.