Detrás de mi Casi Algo

XI-Refugio en el Dolor

Capítulo 11: Refugio en el Dolor

Los días posteriores a la revelación fueron un mar de emociones turbulentas. Me sumergí en mi trabajo en el hospital, pero cada paciente, cada sonrisa que intentaba ofrecer, era un recordatorio de lo que había perdido. Sentía que el dolor se convertía en parte de mí, como una sombra que no podía dejar atrás.

En una de esas largas jornadas, mientras organizaba medicinas y atendía a los pacientes, la enfermera Rosa se me acercó.

—Adriana, ¿todo bien? Te noto un poco distante —dijo, con su voz suave, llena de preocupación.

Intenté sonreír, pero la mueca que salió fue un reflejo de mi tormento interno.

—Sí, solo estoy cansada —respondí, pero sabía que mi voz no convencía.

Ella asintió, pero su mirada atenta me decía que no estaba satisfecha con mi respuesta. Rosa siempre había sido una figura maternal en el hospital. Me abrazó suavemente y susurró:

—A veces, compartir el peso del corazón puede aliviar la carga. Estoy aquí si necesitas hablar.

Esa oferta resonó en mí, y aunque sabía que debía abrirme, me costaba demasiado. Así que solo le agradecí y me sumergí nuevamente en mi trabajo, esperando que el tiempo curara las heridas.

Esa tarde, mientras regresaba a casa, vi a Karen esperando en la entrada, con un café en la mano y una expresión de preocupación. No podía creer que hubiera traído café. Con una sonrisa, le dije:

—Sabes que no bebo café.

—Lo sé, pero pensé que podrías necesitar un poco de energía —respondió, riéndose—. En su lugar, te traje un batido de frutas.

Su presencia era reconfortante. Nos sentamos en el sofá y le conté sobre mi día. Ella escuchaba atentamente, haciendo pequeñas preguntas aquí y allá, pero sabía que no podía escapar del tema de Joel por mucho tiempo.

—¿Quieres hablar de él? —preguntó finalmente, rompiendo el silencio que se había instalado entre nosotras.

Suspiré, sintiendo un nudo en mi garganta. Sabía que tenía que soltar todo lo que me había estado ahogando, así que tomé una profunda respiración.

—Lo vi en una foto con Marie. Se ven felices juntos, y eso me destrozó —dije, sintiendo que las lágrimas volvían a asomarse.

Karen se acercó y me abrazó. —Lo siento, Adriana. Él no merece que su felicidad te lastime.

—Lo sé, pero no puedo evitar sentir que fui una tonta por haberlo creído diferente —respondí, limpiándome las lágrimas.

La conversación continuó, y me sentí aliviada al poder compartir mi dolor con alguien que realmente se preocupaba por mí. Karen era esa amiga que se convierte en familia, y en esos momentos, comprendí lo valioso que era tenerla a mi lado.

Los días siguieron su curso, y aunque intentaba mantenerme ocupada, mi mente siempre regresaba a Joel. Las noches eran las peores; la soledad me invadía como una manta pesada que no podía quitarme.

Un día, mientras caminaba por el pasillo del hospital, vi a Joel hablando con un grupo de enfermeros. Su risa resonó en mi mente, una melodía que antes me alegraba, pero que ahora era un eco de lo que una vez tuvimos. Sentí un torbellino de emociones y, en un instante, deseé desaparecer.

La enfermera que me acompañaba notó mi estado y me preguntó:

—¿Estás bien, Adriana?

—Solo tengo un poco de dolor de cabeza —mentí, obligándome a sonreír.

Decidí salir a tomar aire fresco. Afuera, el frío invernal me golpeó la cara y me recordó que la vida continuaba, a pesar de mi desconsuelo. Me senté en un banco del parque cercano al hospital, dejando que mis pensamientos fluyeran libremente.

Mientras contemplaba las hojas que caían, recordé lo que mi abuela siempre decía: "La vida tiene altibajos, y aunque duela, lo que no te mata te hace más fuerte." Pero, en ese momento, no me sentía fuerte. Sentía que el mundo se había vuelto un lugar sombrío, donde la felicidad de los demás me dolía como un puñal en el pecho.

Sin embargo, al mirar las hojas danzando con el viento, empecé a reflexionar sobre la posibilidad de que el dolor no fuera eterno. Quizás había una lección que aprender en todo esto. Podía elegir levantarme de esta tristeza, aunque el camino parecía empinado.

Esa noche, al llegar a casa, decidí hablar con mi abuela. La encontré en la cocina, preparando la cena.

—¿Puedo hablar contigo? —le pregunté, y su mirada se iluminó.

—Por supuesto, cariño. Siempre estoy aquí para ti.

Nos sentamos en la mesa, y poco a poco, le conté lo que sentía. Al final, ella solo me miró y dijo:

—Adriana, a veces, el amor duele. Pero también te enseña a valorar a quienes realmente están a tu lado. Y, aunque puede que ahora te sientas rota, recuerda que hay una luz al final del túnel.

Su apoyo fue un bálsamo para mi alma, y aunque el dolor seguía presente, comencé a sentir que había una esperanza, una nueva oportunidad de encontrar la felicidad dentro de mí misma.




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