No sé cuándo cerré los ojos.
Solo sé que cuando desperté, no estaba en mi habitación.
El sonido del mar golpeando las rocas, la brisa tibia, el olor a sal… todo se sentía real, demasiado real para ser un sueño.
Frente a mí, Helena.
De espaldas, con el cabello suelto, mirando el horizonte.
—Llegaste tarde —dijo sin girarse.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—En el lugar donde siempre vuelves, aunque no quieras.
Intenté acercarme, pero mis pies parecían hundirse en la arena, como si algo me sujetara desde abajo.
Ella se volvió.
Su mirada…
No tenía el brillo verde que recordaba.
Era más oscura, más profunda, como si guardara todos los secretos que nunca me atreví a enfrentar.
—¿Por qué me estás haciendo esto? —le grité.
—No soy yo quien lo hace —susurró—. Eres tú quien no deja de recordarme.
Un trueno cortó el cielo.
El mar comenzó a elevarse, y el suelo bajo mis pies se abrió.
Helena caminó hacia mí, tranquila, sin miedo.
—Prometiste no olvidarme —dijo—. Y aún así lo hiciste.
Extendió la mano hacia mi rostro, y justo antes de tocarme, todo se volvió blanco.
Desperté sobresaltado, empapado en sudor.
El reloj marcaba las 3:03 a.m.
Me levanté, fui al baño y me miré al espejo.
Mis ojos estaban inyectados de rojo, como si no fueran los míos.
Entonces vi algo detrás de mí.
Una silueta.
Pequeña, quieta.
Y una voz, la suya, susurrando tan cerca que casi sentí su aliento:
—Te dije que pronto lo recordarías todo.
Golpeé el interruptor.
La luz parpadeó.
Y cuando volví a mirar… no había nadie.
Solo el espejo.
Y un detalle que me heló el alma:
En el reflejo, Helena seguía allí.
Sonriendo.
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Editado: 19.10.2025