Me desperté en mi habitación… o eso creí.
La luz del amanecer entraba por la ventana, pero algo estaba mal: las paredes parecían más estrechas, la cama más alta, y el olor… era a sal y tierra, no a café ni a sábanas limpias.
Helena estaba sentada a los pies de la cama, con la cabeza apoyada en mis rodillas.
—Samuel… —dijo suavemente—. No puedes seguir huyendo.
Salté de la cama.
—¡Esto es un sueño! —grité—. No estás aquí.
Ella sonrió, pero no se movió.
Sus ojos verdes brillaban con una intensidad que dolía.
—¿Un sueño? —repitió—. Todo lo que olvidas es un sueño, Samuel. Todo lo que recuerdas… también lo es.
Intenté abrir la puerta, correr… desaparecer.
Pero no había pasillo, ni puerta, ni ventanas. Solo la habitación que se movía conmigo, cambiando de forma cada vez que parpadeaba.
Cada vez que cerraba los ojos, despertaba otra vez… en otro lugar.
Un pasillo vacío, un despacho lleno de cartas, el hospital que no existía.
Cada escenario tenía a Helena allí, esperándome, hablándome, mirándome… acusándome.
Empecé a temblar.
No sabía si estaba soñando, si había perdido la razón, o si ella realmente estaba viva.
Y entonces, una voz surgió dentro de mi cabeza, clara y definitiva:
“Samuel… deja de buscar excusas. Todo lo que temes es real.”
Me desperté de nuevo.
Esta vez, en mi escritorio.
La grabadora seguía reproduciendo sola la última frase:
—No puedes huir de mí…
Y comprendí que no importaba dónde estuviera.
Helena estaba en todas partes.
Dentro de mis recuerdos, dentro de mis sueños… dentro de mí.
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Editado: 22.10.2025