El sol entraba tímidamente por la ventana del despacho, pero no traía calma.
Desde el cristal, una figura se recortaba contra la luz.
Cabello oscuro, figura delgada… Helena.
Mi corazón se detuvo.
—No puede ser… —susurré.
Me levanté, y al acercarme, la figura desapareció.
Solo el reflejo del vidrio me devolvía mi propia imagen, temblando, pálida.
Pensé que era otra ilusión, otra de las pesadillas que me perseguían.
Pero al girar hacia la puerta, la silueta estaba de pie, detrás de mí.
Su respiración era ligera, casi un susurro:
—Samuel… ¿me recuerdas ahora?
Retrocedí, tropezando con la mesa.
No había nadie.
Solo el eco de su voz en mis oídos.
Abrí la ventana de golpe.
El aire fresco no trajo alivio.
Y entonces, la vi de nuevo, en el edificio de enfrente, mirándome desde otra ventana.
Sonriente. Observándome.
Mis manos temblaban.
—Esto no puede estar pasando —dije en voz baja.
Pero todo dentro de mí sabía que sí…
Helena estaba allí, real o no, y no había escapatoria.
Mi teléfono sonó.
El número: privado.
Contesté sin pensar.
—Samuel… —dijo la voz—. Te advertí que no podías huir.
—¿Qué quieres de mí? —pregunté, intentando mantener la calma.
—Que recuerdes. Todo.
El silencio cayó después de esas palabras.
Pero su presencia permanecía.
En el reflejo de cada vidrio.
En cada sombra.
En cada pensamiento que creía mío.
Y supe que, a partir de ese momento, mi vida ya no me pertenecía.
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Editado: 22.10.2025