Las piezas comenzaron a encajar, aunque con dolor.
Cada recuerdo fragmentado, cada carta, cada sombra, cada susurro… todo apuntaba a un solo día.
El día que Helena murió.
Recordé nuestra discusion en la cocina y el aroma del café recién hecho.
Y luego… un accidente.
Un golpe inesperado, un descubierto.
El mundo se tornó rojo y blanco, y yo… no supe cómo reaccionar.
Desperté horas después, con la mente nublada, intentando reconstruir lo que había pasado.
Mis manos… ensangrentadas.
La grabadora, la caja de cartas, los archivos borrados… todo había sido parte de un mecanismo que mi mente creó para protegerme de la culpa.
—Helena… —susurré, mirando la habitación vacía.
—Siempre estuviste conmigo —la voz resonó detrás de mí—. Nunca me olvidaste realmente.
No era un recuerdo ni un sueño.
Era ella.
La sensación de su presencia llenó la habitación, y por primera vez, comprendió que la verdad y la memoria no siempre caminan juntas.
Los archivos, la grabadora, los expedientes alterados… todo había sido un puente para llevarme de regreso a ese momento.
Para que enfrentara mi culpa.
Para que recordara.
Mi respiración era errática.
Mis ojos estaban rojos.
Y en el reflejo del vidrio vi algo que me rompió por dentro, mi propia sombra abrazaba a Helena.
Porque aunque el accidente había sucedido, y aunque mi mente había bloqueado la realidad, ella siempre había estado detrás de mis ojos.
Y ahora… no podía ignorarlo más.
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Editado: 22.10.2025