Llegué al ala vieja del hospital, la que llevaba años cerrada.
El olor a polvo y humedad me golpeó al abrir la puerta.
Todo estaba cubierto de polvo, pero había algo que no podía ignorar: la habitación estaba sellada, como si nadie hubiera entrado en años.
Mis pasos resonaban en el suelo mientras avanzaba.
Cada objeto parecía susurrarme recuerdos olvidados: sillas, mesas, una camilla cubierta con una sábana amarillenta.
Y allí, en la pared, un pequeño espejo roto.
Reflejo fragmentado… y en él, los ojos verdes de Helena.
El corazón me explotaba en el pecho.
Sabía que estaba allí.
No un recuerdo… sino la tragedia misma, esperando a ser enfrentada.
Abrí un cajón y encontré papeles arrugados: notas que yo había escrito… y no recordaba.
Frases como:
“Nunca debí dejarla sola. Nunca volveré a perdonarme.”
Una corriente de frío me recorrió.
Todo el pasado bloqueado, cada recuerdo enterrado, cada error… estaba allí, frente a mí.
Entonces, escuché un leve susurro detrás de la puerta:
—Samuel… —la voz de Helena, clara, desesperada—. Ven…
Me giré.
Nada.
Pero algo me empujó a mirar más de cerca la camilla.
Y allí estaba… un colgante de cristal, el mismo que siempre llevaba Helena.
Mi corazón se detuvo.
Era la prueba final de que todo lo que había olvidado era real.
Mis manos temblaron mientras tocaba el colgante.
Y por primera vez, comprendí:
No podía huir de la verdad.
No podía huir de Helena.
Y no podía huir de mí mismo.
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Editado: 22.10.2025