Todo volvió a mí de golpe.
No era un recuerdo borroso esta vez.
Era la verdad. Cruda. Dolorosa. Imposible de ignorar.
Helena estaba en la cocina, preparando café.
El aroma amargo llenaba el aire mientras yo rebuscaba entre informes viejos, discutiendo con ella por una tontería.
Un gesto impaciente, un movimiento torpe.
La taza resbaló de sus manos.
El líquido oscuro se derramó, manchando el suelo.
Ella intentó atraparla.
Yo también.
Pero el piso ya estaba cubierto de café, brillante y traicionero.
Su pie resbaló.
El golpe fue seco.
Su cabeza chocó contra el borde de la mesa con un crujido que me heló la sangre.
El vidrio de la cafetera se hizo añicos.
Por un segundo, el mundo se volvió mudo.
Y entonces escuché el goteo… tic… tic… tic…
No era el café. Era su sangre.
Caí de rodillas, con el corazón desbocado.
La sangre se mezclaba con el café, formando un charco espeso y oscuro.
Mis manos temblaban. Quise presionar la herida, pedir ayuda, hacer algo…
Pero no pude.
El shock me congeló.
Mi mente gritaba muévete, pero mi cuerpo no respondía.
La miré desangrarse frente a mí, y lo único que hice fue temblar.
Podía haberla salvado.
Lo sé.
Un minuto, unos segundos, bastaban.
Pero me quedé ahí, viendo cómo la vida se le escapaba entre los dedos.
Su respiración se volvió débil.
Sus labios se movieron apenas.
—Sa…muel… —susurró—. Prometiste… no olvidarme…
Y luego, el silencio.
Solo el sonido del refrigerador y el olor metálico de la sangre caliente.
Desperté empapado en sudor, con el corazón golpeando como si quisiera romperme el pecho.
El despacho estaba vacío, pero su presencia seguía ahí.
Su mirada. Su voz.
Su sangre.
Y mi culpa.
Todo seguía conmigo.
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Editado: 28.10.2025