Deuda de juego

Capítulo I. La apuesta

El sonido metálico de las fichas chocando entre sí y el tintinear constante de las copas vacías marcaban el ritmo de la noche en el Casino Deveraux. Hombres trajeados, mujeres vestidas de gala y mesas repletas de jugadores ansiosos daban vida a aquel lugar donde la fortuna podía cambiar con una sola jugada… o perderse para siempre.

En una de las mesas principales, Giovanni Moretti tenía las manos temblorosas, la mirada desencajada y el corazón al borde de estallar. La adrenalina le quemaba las venas, pero la desesperación comenzaba a hundirlo. Había apostado más de lo que tenía, mucho más.

—Todo al rojo —masculló con voz ronca, arrastrada por el alcohol que le nublaba la razón.

El crupier lo miró por un segundo, dudando, pero finalmente aunque dudó, hizo girar la ruleta. Las fichas giraron y giraron hasta detenerse en el lugar equivocado. Negro.

El silencio se clavó como un cuchillo en el pecho de Giovanni. Había perdido todo. La casa que le dejó su esposa, los ahorros que Isabella había guardado para su futuro, incluso la cuenta de jubilación que nunca había tocado… todo se había esfumado en cuestión de horas.

—No… no puede ser —balbuceó, limpiándose el sudor con la manga de la chaqueta desaliñada—. Otra ronda. Voy a recuperar lo que perdí.

—Señor Moretti, su crédito ha sido superado —informó el encargado de la mesa con profesionalidad.

Giovanni clavó la mirada en el hombre, fuera de sí.

—Deme otra oportunidad. Solo una más.

El encargado se giró y susurró algo al oído de su superior. Minutos después, Gabriel Deveraux apareció junto a la mesa, impecable como siempre: traje oscuro perfectamente entallado, reloj de lujo y una expresión indescifrable.

Los ojos grises de Gabriel estudiaron al hombre frente a él. Era patético, borracho y desesperado, pero sobre todo… era vulnerable.

—Señor Moretti, creo que es suficiente por esta noche —dijo con voz baja, pero firme—. No me gusta ver a mis clientes destruirse a sí mismos.

—No puede quitarme la oportunidad de recuperar lo que perdí —insistió Giovanni, con la voz al borde de la súplica—. Haré una última apuesta… una última. Solo una.

Gabriel lo observó en silencio. Luego, con un leve gesto de la mano, dio la orden de permitirle continuar. Sabía que no habría marcha atrás.

—Muy bien, señor Moretti. Juegue su última carta.

Giovanni apostó todo lo que no tenía. El resultado fue el mismo, perdió. La deuda ascendía a una cifra inalcanzable para cualquier hombre común. Su destino estaba sellado.

El guardia de seguridad que lo acompañaba se acercó discretamente.

—¿Llamamos a la policía, señor Deveraux? —preguntó en voz baja.

Gabriel deslizó la mirada hacia Giovanni, que había comenzado a llorar sin disimulo. Era un hombre roto.

—No aún. Denle el teléfono. Quiero saber a quién llamará para que intente salvarlo.

Giovanni marcó con manos temblorosas el número que había memorizado desde siempre.

—Isabella… —su voz se quebró al escucharla al otro lado—. Lo arruiné… esta vez no hay salida. Voy a ir a la cárcel.

—¿Qué? ¿Papá? ¿Qué hiciste? ¿Dónde estás?

—En el casino Deveraux.

—Voy para allá —dijo sin pensarlo, colgando de inmediato.

Isabella Moretti llegó al casino media hora después, vestida con su elegante traje de falda gris oscuro, tacones altos y un abrigo largo que le daba un aire imponente. Su cabello rojizo, suelto y rizado, caía con naturalidad sobre sus hombros, atrayendo miradas a su paso, aunque ella no las notara.

Sus tacones resonaron en el mármol mientras avanzaba hacia la recepción.

—Busco a Giovanni Moretti. Me dijeron que está aquí.

El hombre de seguridad la condujo por un pasillo discreto hasta una sala privada. Allí, su padre estaba sentado, demacrado, con la mirada perdida. A su lado, un hombre que no necesitaba presentación: Gabriel Deveraux.

Él se puso de pie al verla entrar. No esperaba que la hija del jugador arruinado fuera tan imponente, tan segura, ni que tuviera esa mirada de fuego que parecía retarlo.

—Señorita Moretti, soy Gabriel Deveraux, dueño de este lugar —dijo con calma, mientras sus ojos grises recorrían cada detalle de ella.

—¿Cuál es la deuda? —preguntó Isabella sin rodeos, clavando sus ojos verdes en los de él.

Gabriel le pasó un documento con la cifra. Isabella lo leyó y sintió que el estómago se le hundía. Era imposible. No tenía cómo cubrir semejante cantidad.

—Quiero encontrar una solución. Mi padre necesita ayuda, no prisión.

—El casino necesita cobrar lo que se debe —respondió Gabriel con fría lógica—. Pero estoy dispuesto a ofrecerle un trato.

La miró con una intensidad calculada.

—Yo asumiré la deuda. Pagaré el tratamiento de rehabilitación de su padre… si acepta casarse conmigo durante tres años y darme un heredero.

Isabella lo miró, atónita, como si acabara de escuchar un disparate.




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