Gabriel Deveraux se acomodó el reloj mientras la observaba con detenimiento. Isabella no era lo que había imaginado. No solo era hermosa; había algo en ella, en la forma en que sostenía la mirada, en la dignidad que no se le quebraba, que le resultaba… intrigante.
—Acompáñame a mi oficina. Llamaré a mi abogado. Quiero que todo quede por escrito esta misma noche —anunció con calma.
Sacó su teléfono y marcó un número directo.
—Quiero que vengas ahora y trae a un notario. —Su tono era firme, inapelable.
Isabella asintió, pero antes de dar un paso, lo miró con determinación.
—Necesito hablar con mi padre a solas. Le ruego que nos dé unos minutos. —Gabriel entrecerró los ojos, evaluando su petición.
Finalmente, asintió con un leve movimiento de cabeza y se retiró sin discutir, acompañado por el personal de seguridad.
El silencio que quedó entre Isabella y su padre fue pesado, como si de pronto el aire se hubiera vuelto más denso.
Ella se acercó a Giovanni y lo miró con dureza. Su corazón se le deshacía, pero no podía seguir siendo blanda.
—Me has arruinado la vida, papá —dijo sin rodeos, conteniendo la furia que le ardía en la garganta—. No tienes idea de lo que acabo de aceptar por ti. —Giovanni bajó la cabeza, avergonzado, incapaz de sostenerle la mirada.
—No quería esto… —murmuró—. No quería arrastrarte conmigo.
—Pues me arrastraste —sentenció, sin dejar que la compasión le suavizara el tono—. Pero quiero dejar algo muy claro: lo único que te pido es que aceptes el tratamiento. Y no solo aceptarlo… quiero que te comprometas. Quiero que pongas todo tu empeño en salir de esto. Porque si no lo haces… aunque me duela, no podrás volver a contar conmigo. —Los ojos de Giovanni se llenaron de lágrimas.
—Isabella, yo… lo siento tanto. Yo solo…
—No quiero escuchar excusas —lo interrumpió, mordiéndose por dentro para no quebrarse—. No me importa cuánto te duela, no me importa lo difícil que sea. Vas a hacerlo. Vas a hacerlo por ti. —Se giró, sin permitirle replicar—. Ahora vete. Hablaremos en casa.
Él se levantó, tambaleante, queriendo saber más.
—¿Qué te pidió ese hombre? ¿Qué te exigió?
—En casa hablaremos, papá —respondió sin mirarlo, antes de salir de la sala.
Cuando Isabella regresó, Gabriel la esperaba en su oficina, una estancia elegante y sobria, con muebles de cuero oscuro, paredes revestidas en madera y una enorme biblioteca que demostraba que aquel hombre no solo sabía de negocios, también de estrategia.
Ella se sentó frente a él, cruzó las piernas con elegancia y apoyó las manos sobre la carpeta de cuero que había sobre la mesa.
—Estoy lista para escuchar las condiciones completas —anunció con serenidad, aunque por dentro el vértigo la estaba devorando.
Gabriel la miró con detenimiento, fascinado por la forma en que ella enfrentaba la situación sin titubear.
—El contrato tendrá una vigencia de tres años. Durante ese tiempo, serás mi esposa ante la ley. Quiero un heredero. Si no quedas embarazada en el primer año, podré solicitar la anulación del contrato —expuso, con la frialdad de quien cierra un trato de negocios—. Durante el matrimonio, no podrás tener relaciones con terceros. Quiero exclusividad.
—Exijo lo mismo —intervino Isabella, con un leve alzamiento de ceja.
—Por supuesto. —Gabriel mantuvo su postura firme—. Cubriré la deuda de tu padre en su totalidad. Además, financiaré el tratamiento de rehabilitación en el mejor centro disponible hasta que sea dado de alta por los especialistas. —Isabella asintió, conforme.
—¿Qué pasará después del divorcio con nuestro hijo? No renunciaré a él.
—Custodia compartida del menor en caso de que me des un hijo. Recibirás, durante el matrimonio, el diez por ciento de las ganancias netas de mis negocios y, si te conviertes en la madre de mi hijo, será de forma vitalicia. Todo quedará firmado y avalado por un notario. —Gabriel tomó un sorbo de whisky y continuó—. El acuerdo será confidencial. Nadie de mi familia puede enterarse del contrato. Necesito que todos crean que esto es un matrimonio legítimo.
—Lo entiendo —afirmó Isabella, apretando levemente las manos—. Pero quiero que sepas algo, señor Deveraux. No soy un objeto de intercambio, no me compraste, no eres mi dueño. Estoy aquí porque decidí salvar a mi padre, no porque usted me haya obligado. —Una chispa de admiración cruzó por los ojos grises de Gabriel. No esperaba menos de ella.
—Jamás te trataría como un objeto. Pero no te confundas, Isabella. Esto es un juego… y yo siempre juego para ganar.
Gabriel se reclinó en su asiento, cruzando los brazos con la serenidad de quien controla cada movimiento en la partida.
Isabella, en silencio, permaneció frente a él mientras esperaban la llegada de los abogados. Sus ojos, inquietos, se quedaron fijos en el hombre que tenía al frente. Era imposible no notarlo, no observarlo con atención. Como si el misterio que lo envolvía la arrastrara, como si su presencia pesara más que el aire mismo.
Unas líneas oscuras asomaban por el cuello de su camisa perfectamente abotonada. Un tatuaje. No podía distinguir la figura ni su significado, pero su mente comenzó a divagar, intrigada por la imagen que permanecía oculta bajo aquella prenda impecable. ¿Qué marcaría su piel?
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Editado: 23.06.2025