Deuda de juego

3. El contrato

Gabriel se quedó observándola mientras los abogados organizaban los documentos sobre la mesa. No pasó por alto el rubor que había teñido sus mejillas cuando la sorprendió mirándolo. Esa pequeña vulnerabilidad, ese leve temblor en su fachada imperturbable, despertó en él una chispa de algo que no podía recordar haber sentido antes: curiosidad, fascinación, un interés genuino por la mujer que, aun en medio del desastre, seguía manteniéndose erguida.

Era una paradoja: Isabella Moretti se había dejado atrapar por un acuerdo leonino para salvar a su padre, pero se negaba a comportarse como una mujer derrotada. Eso lo intrigaba sobremanera. En su mundo, las personas se doblaban con facilidad. Todos tenían un precio. Todos terminaban cediendo ante la presión. Todos… menos ella.

Sus ojos grises recorrieron cada detalle con minuciosidad: su cabello rojizo, rizado, caía con naturalidad sobre sus hombros, enmarcando un rostro de rasgos delicados, aunque decididos. Sus ojos verdes, intensos, lo enfrentaban sin miedo, con esa chispa indomable que parecía desafiarlo a cada instante. Había seguridad en sus ademanes, en la forma en que cruzaba las piernas, en la postura de su espalda recta. Era delgada, sí, pero perfectamente proporcionada, con curvas elegantes y una belleza sutil que se imponía sin necesidad de adornos ni artimañas.

El rubor… ese matiz rosado que se encendió en sus mejillas al ser descubierta observándolo… lo encontró encantador, adorable incluso. Una palabra que jamás se habría permitido atribuirle a ninguna mujer hasta ahora.

No, no podía distraerse. No era ese tipo de hombre se repitió a sí mismo, solo era un contrato, un acuerdo conveniente, un juego que debía ganar, aunque no sabía qué lo había impulsado a proponérselo a ella.

—Comencemos —ordenó con voz serena, apartando cualquier distracción mientras los abogados extendían los contratos y el notario preparaba los documentos para su validación legal.

El abogado personal de Gabriel comenzó a leer cada cláusula con precisión. No era un contrato cualquiera; había sido redactado con esmero, contemplando hasta el más mínimo detalle: matrimonio por tres años, un heredero antes de que finalizara el primer año, exclusividad mutua, confidencialidad total y beneficios económicos. Todo estaba calculado y debía cumplirse.

Isabella seguía cada palabra con atención. No perdía detalle de cada término, obligación, y consecuencia. Su mente jurídica procesaba la información con velocidad, pero hubo un punto que la hizo levantar la mirada, sorprendida.

—¿Vivir juntos? —preguntó, sin disimular su desconcierto.

—Por supuesto —respondió Gabriel con absoluta naturalidad, como si fuera la cosa más lógica del mundo—. Para todos, seremos un matrimonio real. Debemos comportarnos como tal en público. Viviremos juntos y dormiremos bajo el mismo techo a partir de hoy. Es esencial para la credibilidad del acuerdo.

Isabella frunció ligeramente el ceño, procesando la información. No era un detalle menor. No era algo que hubiera previsto. Vivir juntos, convivir. Compartir espacios, horarios, costumbres. Esa parte nunca la contempló cuando aceptó la propuesta. Pero no estaba dispuesta a ceder en todo.

—Eso no será posible esta noche —declaró con seguridad, sin permitir que su voz titubeara—. Hoy regreso a casa. Debo hablar con mi padre y ajustar algunas cosas antes de mudarme.

Gabriel arqueó una ceja, como si evaluara hasta dónde estaba dispuesta a negociar. No era común que alguien desafiara sus tiempos, sus condiciones. Pero allí estaba otra vez: la mujer que no se doblegaba, la que mantenía su dignidad incluso cuando el mundo parecía haberla arrinconado.

—Mañana estaré en su casa —añadió Isabella, firme—. No más tarde de las ocho.

El silencio que se formó entre ellos se llenó de tensión. Él la observó, con los dedos entrelazados sobre la mesa, sin responder de inmediato. Le fascinaba la manera en que defendía lo poco que aún podía controlar. Lejos de incomodarlo, aquello lo despertaba. Era tan distinto a las mujeres que se le acercaban solo para complacerlo, para rendirse, para obtener algo de él.

Ella imponía sus propios límites, incluso cuando todo parecía estar perdido.

—Me agrada que sepa negociar, Isabella —murmuró, con una ligera sonrisa que solo rozó la comisura de sus labios—. La espero mañana, no más tarde de las ocho.

El notario acercó los documentos y le ofreció un bolígrafo. Ella lo tomó con la misma seguridad con la que se había conducido desde que entró al casino. Sus dedos no temblaron, no hubo vacilación. Firmó con determinación, consciente de que esa rúbrica cambiaría su vida para siempre.

Gabriel hizo lo mismo. Su firma quedó grabada junto a la de ella. El trato estaba sellado. Un matrimonio por obligación, un juego por conveniencia ya era una realidad mientras la tinta aún se secaba sobre el papel.

—Nos vemos mañana, señor Deveraux —se despidió Isabella con un leve asentimiento.

—Hasta mañana, señora Deveraux —corrigió él con tono firme, sin apartar la mirada de ella.

El apellido resonó en sus oídos como una sentencia. Un leve estremecimiento recorrió su columna. A partir de ahora, ese sería su nombre. La partida acababa de comenzar.

Gabriel se mantuvo sentado unos segundos después de que ella salió, con la vista fija en la puerta por donde se había marchado. Isabella Moretti. No, Isabella Deveraux. El apellido se le acomodaba bien, aunque ella no quisiera aceptarlo todavía. Había algo en esa mujer que desordenaba sus reglas. Su coraje, su dignidad, su devoción por su padre… todo eso lo sacudía de una forma que no podía permitir que se notara.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.