Isabella llegó puntual, tal y como había prometido. Ni un minuto antes, ni un minuto después de las ocho. Vestía un conjunto sencillo, pero elegante: pantalones de corte recto, blusa de seda blanca y un abrigo color camel que caía con fluidez sobre sus hombros. Había recogido su cabello en un moño alto, aunque algunos rizos rebeldes escapaban a los costados de su rostro.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron directamente al interior del lujoso apartamento de Gabriel, Isabella se tomó un segundo para observar el lugar. Era un espacio de líneas modernas, con ventanales de piso a techo que ofrecían una vista privilegiada de la ciudad. Los tonos neutros, combinados con acabados de mármol, madera y detalles en acero, conferían al lugar una elegancia sobria y masculina.
El salón principal era amplio, con muebles de diseño, obras de arte cuidadosamente seleccionadas y una chimenea que, aunque no estaba encendida, aportaba calidez al ambiente. Desde allí se divisaba una imponente escalera que conducía a la segunda planta, donde se intuían las habitaciones.
Había detalles que hablaban de su dueño: libros perfectamente alineados, una botella de whisky sobre una mesa baja, una motocicleta de colección expuesta como pieza decorativa en una esquina.
Pero lo que más llamó la atención de Isabella fue la sensación de amplitud, de lujo contenido. No era ostentoso, era impecable.
Gabriel apareció al otro extremo del salón. Vestía un pantalón oscuro y una camisa blanca remangada hasta los codos, sin corbata, sin chaqueta. Informal, pero igual de imponente. Sus ojos grises se posaron en ella con la misma intensidad que la noche anterior.
Tenía claro que había encontrado, por primera vez en mucho tiempo, a una mujer que no le temía, que no le seguía la corriente por interés, que no estaba dispuesta a entregarse sin condiciones.
Eso, para Gabriel Deveraux, convertía este juego en el más peligroso de todos. Porque las apuestas eran altas… y el riesgo… quizás valía la pena.
—Bienvenida, señora Deveraux —la saludó con cortesía, marcando intencionadamente el apellido. Isabella no corrigió ni se inmutó.
—Gracias, señor Deveraux —replicó, manteniendo la formalidad.
—Gabriel será suficiente —aclaró él, mientras se acercaba con pasos medidos—. Estamos casados, después de todo. —Ella asintió con un gesto leve, aceptando la sugerencia, aunque aún le resultaba extraño.
—Ven, te mostraré todo —invitó él, mientras comenzaba a caminar por el amplio pasillo.
Gabriel le presentó cada rincón del apartamento con naturalidad, como si aquello no fuera extraordinario: la piscina climatizada, el gimnasio privado, la sala de cine, la cocina abierta de diseño minimalista, la terraza con vistas panorámicas que parecía rozar el cielo.
Isabella, aunque admiraba la belleza de cada espacio, mantenía su compostura. No expresaba asombro ni deslumbramiento. Se mantenía serena, digna. Gabriel lo notó. No era fácil impresionarla y eso solo alimentaba su creciente curiosidad.
Continuaron el recorrido hasta llegar a un ala del apartamento que parecía diseñada para otro propósito.
—Este es el área independiente que utilizan mis socios o cualquier persona que venga por temas de trabajo. No entran al del apartamento, tiene su propia desde el elevador del edificio y este acceso es solo es para nuestro uso —explicó, mientras abría una puerta de seguridad que daba a un pasillo discreto—. Pocos saben que estás oficinas conectan al apartamento.
Lo que Isabella encontró al cruzar fue una moderna sala de reuniones, sobria, equipada con tecnología de última generación, un pequeño pantry perfectamente abastecido y una oficina principal que claramente era el despacho personal de Gabriel. Había, además, otras dos oficinas secundarias, perfectamente acondicionadas, que parecían haber estado desocupadas por mucho tiempo.
—Estas dos oficinas están disponibles. Las puedes utilizar si lo deseas —dijo él con indiferencia, como si no fuera algo relevante—. No suelo usarlas. En realidad, apenas ocupo esta área. Paso la mayor parte del tiempo en la empresa de mi padre. —Isabella se detuvo en seco, procesando la información.
—¿Estás diciendo que puedo instalar aquí mi despacho de abogados? —preguntó, incrédula por primera vez desde que había entrado.
—Si lo deseas, es todo tuyo —confirmó Gabriel, apoyándose con naturalidad en el marco de la puerta—. Incluso hay otras oficinas al final del pasillo que también puedes adaptar. Esta sección se diseñó para uso empresarial, pero la verdad es que nunca la aproveché.
El corazón de Isabella dio un pequeño vuelco. Llevaba meses buscando un espacio adecuado, un lugar que le ofreciera independencia y elegancia. Ese sitio era perfecto.
—¿Estás seguro? —preguntó, casi con cautela.
Gabriel la observó con esa mirada profunda, la misma que parecía desnudar cada rincón de su alma.
—Isabella, estamos casados. Todo lo que está aquí es tan tuyo como mío —dijo con serenidad.
El gesto fue tan inesperado, tan generoso, que Isabella actuó por puro impulso. Caminó hacia él y lo abrazó con fuerza, rodeándolo por la cintura mientras apoyaba su mejilla contra su pecho. Era un acto espontáneo, sincero, sin ninguna segunda intención.
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Editado: 14.09.2025