Cuando Isabella se dio cuenta de lo que había hecho, se apartó rápidamente, visiblemente incómoda. Sus mejillas se tiñeron de un rojo intenso, traicionándola una vez más.
—Perdón, no fue mi intención —se disculpó, evitando mirarlo—. Solo… gracias. Es importante para mí.
Gabriel no respondió. Solo la observó, guardando para sí la imagen de aquel rubor, de aquella fragilidad que aparecía en los momentos menos esperados.
Regresaron al apartamento principal, donde los empleados ya los esperaban alineados para ser presentados. Isabella se sorprendió al ver que eran diez personas en total. La mayoría llevaba uniforme negro impecable y se notaba que conocían bien sus funciones. Cuando comenzaron a recorrer el resto del apartamento, entendió por qué necesitaba a tantas personas: era enorme, ocupaba las dos últimas plantas en la parte superior de la gran torre y requería un mantenimiento riguroso.
Gabriel le mostró cada espacio con calma: los dormitorios para invitados, la biblioteca privada, la cava de vinos, la terraza secundaria, los cuartos de servicio. Cada detalle estaba pensado para ofrecer confort, exclusividad y privacidad.
Por último, la condujo hasta el que sería su dormitorio. Al abrir la puerta, Isabella se encontró con una habitación luminosa, decorada con elegancia, con una cama amplia, ventanales, una sala de estar, una oficina, un baño enorme y un vestidor espacioso que ya había sido acondicionado para ella.
Pero hubo algo que le llamó la atención de inmediato: una discreta puerta lateral que, al abrirse, conectaba directamente con la habitación de Gabriel.
Ella la miró por unos segundos, con una mezcla de curiosidad y sorpresa. No dijo nada, pero su silencio fue elocuente. Gabriel se dio cuenta de inmediato. No necesitaba explicaciones para comprender que Isabella había notado la cercanía, la conexión inevitable que aquella puerta sugería.
—La casa es grande, pero para las apariencias debemos compartir espacios —comentó con naturalidad, aunque no era del todo cierto. Él había elegido esa habitación para ella, consciente de la cercanía.
Isabella se limitó a asentir, como si aceptara tácitamente las condiciones, aunque en su mente aún se cuestionara por qué, entre tantas habitaciones, le había dado precisamente esa.
—A partir de ahora, dormiremos bajo el mismo techo. Lo demás… será cuestión de tiempo —añadió él, sin apartar la mirada de sus ojos verdes —añadió él, sin apartar la mirada de sus ojos verdes.
Isabella levantó el mentón con elegancia.
—Dormir bajo el mismo techo no implica compartir la misma cama —replicó ella con calma. Gabriel esbozó una sonrisa ladeada, como si hubiera disfrutado de la respuesta.
—Tienes razón —admitió, dándole la última estocada—. Por ahora.
Isabella respiró hondo, giró sobre sus talones y comenzó a instalarse, manteniendo la compostura, aunque en su interior sabía que acababa de ingresar a un juego donde las reglas podrían cambiar en cualquier momento. No tenía opciones.
La primera semana de convivencia entre Gabriel e Isabella transcurrió con una calma inesperada. Ambos parecían haberse adaptado a la dinámica diaria sin conflictos, casi como si hubieran vivido juntos desde siempre. Cada mañana, Gabriel se levantaba temprano, dedicaba una hora rigurosa a su entrenamiento físico en el gimnasio del apartamento y luego desayunaban juntos.
Era una rutina sencilla, pero extrañamente íntima. El sonido de los cubiertos, las tazas de café compartidas, las miradas ocasionales entre la pareja que, ante los ojos del personal, eran un matrimonio peculiar. Un matrimonio que dormía en habitaciones separadas, pero que, a juzgar por los comentarios de Gabriel, parecía tener encuentros nocturnos.
—No siempre llego a mi cama —había dicho una vez, con su media sonrisa y ese tono que dejaba todo a la imaginación—. Algunas noches, la mía es solo decorativa.
Isabella se había ruborizado de inmediato, incapaz de ocultarlo, y Gabriel parecía deleitarse con esa vulnerabilidad. No la corregía, no desmentía. No hacía falta. Los empleados intercambiaban miradas cómplices, aceptando como un hecho lo que solo eran insinuaciones.
Aquellos besos de despedida frente a todos eran su marca diaria. Pequeños roces en los labios, castos pero constantes. Isabella se sentía incómoda cada vez, porque aunque eran besos breves, dejaban en su piel un eco que la acompañaba el resto del día. Gabriel, en cambio, se mantenía imperturbable. Para todos era su esposa, y la trataba como tal, con un respeto inquebrantable y una familiaridad que solo aumentaba las especulaciones.
Esa mañana, sin embargo, cuando Isabella bajó a desayunar, se encontró con la mesa puesta y la ausencia de su esposo. Por alguna razón que no quiso admitir, esa realidad la entristeció.
El mayordomo, siempre atento, se acercó con una nota entre las manos y una orquídea.
—El señor Deveraux me pidió que le entregara este recado, señora.
Isabella tomó el papel y leyó con rapidez.
«Mi hermosa Bella. Por una emergencia de última hora tuve que salir temprano. Como compensación, almorzaremos juntos y pasaremos la tarde. Tu amado Gabriel.»
Una sonrisa leve, casi imperceptible, se asomó en sus labios, aunque su mente no supo interpretar del todo por qué ese gesto la había aliviado. No lo conocía lo suficiente, apenas era la primera semana. No debía afectarle que no estuviera allí esa mañana, sin embargo… le afectaba. Tomó la orquídea con delicadeza y extrañada que él conociera su gusto por esa flor.
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Editado: 04.08.2025