Deuda de juego

6. La invitación

Esa mañana, estaba entrevistando al personal que formaría parte de su pequeño bufete. No serían muchos: tres asistentes administrativos, una recepcionista, un investigador privado, dos abogados junior y el personal de servicio. Había preparado un perfil minucioso para cada puesto, no quería errores, no quería filtraciones.

Pero a pesar de sus esfuerzos, no lograba concentrarse del todo. Gabriel se había instalado en su mente desde que no lo vio en el desayuno. Ese vacío inexplicable la distraía más de lo que le gustaría admitir.

Cuando el siguiente candidato entró en su oficina, Isabella recuperó la compostura. Era un hombre de complexión robusta, atractivo, de mirada segura y modales refinados. Su hoja de vida era impecable, pero lo que más llamó la atención de Isabella fue su cercanía con el mundo empresarial Deveraux.

Mientras revisaba sus credenciales, la puerta se abrió con firmeza. Gabriel entró sin previo aviso, interrumpiendo la entrevista con su porte imponente. Vestía un traje oscuro perfectamente ajustado, con la corbata ligeramente aflojada y la mirada fija en Isabella.

—Disculpen la interrupción —dijo con voz grave, aunque no parecía realmente interesado en las disculpas—, esta mañana no nos vimos mi Bella.

Sin detenerse, avanzó hacia Isabella, quien permanecía sentada, y con naturalidad tomó su rostro entre las manos y la besó. Pero esta vez, el beso no fue casto ni superficial, fue lento, deliberado, con la presión suficiente para que el calor le ascendiera a las mejillas y el corazón, de ella, se le acelerara sin control. Isabella, sin entender cómo ni por qué, le correspondió. Sus labios se abrieron levemente, como si hubieran estado esperando ese contacto.

Gabriel sintió que correspondía y lo disfrutó, cuando se apartó, lo hizo despacio, rozando sus labios una última vez, disfrutando del leve temblor que sintió en ella.

—Lamento haberme ido sin despedirme esta mañana —murmuró, acariciándole la mejilla con el pulgar antes de mirarla con complicidad—. ¿Nos veremos a la hora del almuerzo, verdad?

Ella solo pudo asentir, incapaz de pronunciar palabra, mientras sentía cómo el rubor le subía desde el cuello hasta las orejas. Gabriel miró al candidato, lo evaluó con rapidez y luego regresó su atención a su esposa.

—Continúa, no quiero interrumpir más —dijo antes de salir, satisfecho.

El resto de la entrevista transcurrió con dificultad, no lograba sacudirse la sensación que le había dejado ese beso. Cuando finalmente despidió al candidato, revisó sus notas y concluyó que no era lo que estaba buscando. Su perfil era demasiado alto, con demasiada experiencia para el puesto que necesitaba cubrir. Además, había algo en él que no le terminaba de cerrar.

Lo que Isabella no sabía era que Gabriel había investigado al hombre en cuestión en cuanto lo vió. Descubrió que era amigo cercano de su hermano mayor, el mismo que aún lo consideraba una amenaza indeseable. No dudó que lo había enviado para espiarlos, para obtener información desde dentro, eso lo puso en alerta.

Dedicó el resto de la mañana a verificar los antecedentes de cada persona que su esposa había contratado. No porque desconfiara de su criterio, sino porque el apellido Deveraux, ahora compartido por ella, era demasiado valioso y demasiado vulnerable para dejar cabos sueltos. Además de que sonaba interesante: Isabella Deveraux.

Al mediodía, apareció nuevamente en la oficina y le ofreció la mano con naturalidad.

—Ven, almorcemos. Debemos tratar un tema importante —dijo Gabriel y ella aceptó aún nerviosa.

La presión del beso, la intensidad de su mirada, la sensación de pertenecer a un juego que no comprendía del todo, la tenían desestabilizada. Mientras caminaban juntos hacia el ascensor privado, sintió cómo él entrelazaba sus dedos con los de ella, con una naturalidad que resultaba desconcertante.

—¿De qué tema se trata? —preguntó, buscando aferrarse a la formalidad.

—Lo discutiremos en el restaurante —contestó él, sin ofrecer más detalles.

Durante el trayecto, trató de centrarse en la conversación, en el paisaje que se desplegaba tras los cristales del coche, en cualquier cosa que no fueran sus labios… y la forma en que aún podía sentirlos sobre los suyos. Pero Gabriel, fiel a su estilo, se mantuvo serio, hermético, casi distante mientras el vehículo avanzaba por las avenidas de la ciudad.

Sin embargo, Isabella no pudo ignorar que, aunque la distancia física entre ellos se había reducido con ese beso inesperado, la distancia emocional seguía siendo un territorio inexplorado. Un espacio frío y reservado al que aún no tenía acceso.

Llegaron a un lujoso restaurante francés, uno de esos lugares exclusivos donde las mesas estaban siempre ocupadas por empresarios de renombre y las reservas se hacían con semanas de antelación. Los recibieron con cordialidad y los condujeron a un elegante salón privado, apartado del bullicio, donde la privacidad era casi absoluta.

En cuanto se sentaron, Isabella, algo tensa, se disculpó.

—Voy al baño, regreso en un momento —dijo, sin ocultar la urgencia.

Era un hábito que la acompañaba desde siempre. Cuando los nervios la atacaban, el primer síntoma era esa necesidad ineludible de escapar al baño.




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