Deuda de juego

7. El almuerzo 

Isabella sintió que su estómago se contraía con una violencia inesperada. La escena había sido tan clara como cruel: Gabriel conversaba animadamente con una mujer que, sin reparo alguno, se mostraba excesivamente cercana. Ni siquiera se había molestado en presentarla, mucho menos en aclarar quién era ella. La dejó allí, plantada, invisible, como si no existiera, como si no llevara su apellido, como si no fuera su esposa.

La gota final llegó cuando aquella mujer, esbelta, de sonrisa afilada y mirada calculadora, le extendió una invitación a Gabriel frente a ella, ignorándola por completo. Una invitación sugerente, indiscutiblemente privada, que no dejaba margen a malinterpretaciones. La mujer se despidió con un gesto insinuante y una mirada que dejaba abierta la posibilidad de un reencuentro.

Isabella no se permitió pestañear, caminó con paso firme hasta la mesa donde él la esperaba. Se sentó frente a él sin disimular la incomodidad y tomó la carta del menú, fingiendo que la estudiaba con detenimiento mientras sus manos se cerraban con fuerza en torno a la cubierta de cuero. La presión era tal que sus nudillos comenzaron a blanquearse.

Gabriel, por supuesto, lo notó. Cada gesto, cada milímetro de su lenguaje corporal le gritaba lo que intentaba contener. La tensión, la molestia, el orgullo herido… todo estaba allí, vibrando en sus pupilas dilatadas, en la línea rígida de su espalda, en la forma feroz con la que se mordía el interior de la mejilla para no explotar. No dijo nada, no necesitaba hacerlo. Él disfrutaba en silencio, con esa sonrisa apenas insinuada y la satisfacción casi lúdica de saber que no le era indiferente.

Cuando llegó el camarero, Isabella pidió con voz suave pero firme, pronunciando cada plato en un francés impecable que lo dejó perplejo por un instante. La cadencia de las palabras, el encanto de su dicción, le generaron pensamientos que no debía albergar. Por un segundo, se la imaginó susurrando en francés en lugares mucho más íntimos, desarmándolo con la misma precisión con la que ahora lo estaba enfrentando. Se obligó a apartar esa imagen, no era el momento.

El almuerzo transcurrió en un silencio denso, casi eléctrico. Isabella comía con movimientos medidos, evitando mirarlo, mientras él la estudiaba con paciencia implacable. Jugaba con el filo de su copa, como quien mide sus piezas en una partida de ajedrez. Él estaba dispuesto a empujarla al límite, a ver hasta dónde llegaría su resistencia.

Cuando terminaron el primer plato, Gabriel deslizó la mano dentro de la chaqueta de su traje y sacó una tarjeta que colocó frente a ella con calculada indiferencia.

—Mañana, bien temprano, iremos a esta clínica —anunció con serenidad, como si hablara del tiempo—. Todo está listo para realizarte los análisis y coordinar lo relacionado con el embarazo.

Isabella se atragantó. La tos se apoderó de ella de inmediato, sorprendida por la frialdad con la que había soltado aquella bomba. Gabriel, sin perder la compostura, se inclinó apenas hacia ella y le ofreció un vaso de agua con la naturalidad de quien había previsto exactamente esa reacción.

—¿Ya? —logró preguntar, con la voz aún entrecortada.

Isabella sintió que la sangre se le congelaba. No solo por la inmediatez de los exámenes, sino por lo que aquello implicaba a corto plazo. No lo había dicho en voz alta, pero era inevitable: en algún momento tendrían que estar juntos, de verdad, íntimamente, sin contratos de por medio ni la barrera salvadora de la formalidad y ella no estaba preparada. No sabía cómo enfrentar ese momento, no sabía cómo entregarse sin que el miedo la paralizara, sin que la frialdad con la que él manejaba todo la hiciera sentir como un simple medio para un fin. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo iba a soportarlo sin quebrarse? La idea la golpeó con una intensidad que apenas pudo disimular mientras tomaba un sorbo de agua para recomponerse.

—Un año pasa muy rápido, Isabella —respondió él, imperturbable, con esa lógica afilada con la que solía cerrar sus negocios—. Debemos comenzar cuanto antes con los chequeos médicos y establecer los pasos a seguir. Todo lo necesario para lograr el embarazo dentro del tiempo estipulado.

El rubor ascendió con violencia a sus mejillas. Era una sensación de exposición brutal, como si cada clausura de aquel contrato ahora se hubiera transformado en un látigo que la azotaba en público. Ya no era solo un papel firmado, era real, físico, y sobre todo, inminente.

Gabriel se recostó levemente en su asiento, cruzó los brazos sobre el pecho y la contempló con una mezcla de interés y una satisfacción latente.

—Por cierto —añadió, con un matiz de burla que no se molestó en disimular—, he notado que te molesta cuando converso con otras mujeres. ¿Acaso estás celosa, mi Bella?

Ella levantó la mirada con calma, como quien se prepara para dar un golpe quirúrgico.

—No suelo desperdiciar mis emociones en asuntos irrelevantes —dijo con una sonrisa glacial—. Pero ya que tocas el tema, permíteme recordarte algo.

Gabriel ladeó la cabeza, divertido. La invitación estaba abierta, quería verla luchar.

—En la cláusula tercera, apartado B, inciso cuarto —comenzó ella, con la exactitud de quien conoce cada línea del contrato—, se estipula la exclusividad mutua durante la vigencia del matrimonio. Una infracción comprobada por cualquiera de las partes otorgaría la posibilidad de rescindir el contrato de manera inmediata, sin perder los beneficios adquiridos hasta la fecha.




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