Deuda de juego

9. Su esposa

Dejó el bolso sobre el sofá y se cambió con movimientos automáticos. Bajó hasta la piscina privada del apartamento, deseando que el agua le aligerara la presión que le oprimía el pecho. Se quitó la salida de playa con naturalidad y quedó en un bikini negro de dos piezas cuyo diseño acentuaba su figura esbelta y elegante, resaltando en contraste con la blancura de su piel.

No imaginaba que Gabriel la observaba desde el balcón de su habitación, con un vaso de whisky en la mano. La puerta de cristal estaba abierta, permitiéndole oír los ecos lejanos de la ciudad mientras sus ojos seguían cada movimiento de esposa con fascinación inconfesable.

La vio zambullirse con gracia en el agua, nadar de un extremo a otro con brazadas firmes y ágiles. Sus rizos, ahora empapados, caían sobre su espalda como una caricia líquida. La tela negra se adhería a su piel húmeda, delineando cada curva, cada línea de su anatomía con una precisión que lo mantenía inmóvil.

Su esposa. Esa mujer era su esposa y, sin embargo, no la había cruzado la línea con ella. No como deseaba.

En su mundo, las mujeres iban y venían. Él nunca repetía, era una regla tácita que había mantenido intacta durante años. Sin embargo, allí estaba ella, instalada bajo su techo, en su vida, derribando esas barreras sin siquiera proponérselo. La única mujer con la que podía imaginarse una y otra vez… era precisamente la que mantenía esa distancia incómoda, ese espacio que parecía imposible de acortar.

Apretó la mandíbula, exasperado por esa frustración que le era ajena, por esa necesidad creciente que no sabía cómo gestionar.

Isabella continuó nadando, ajena a la mirada intensa que la seguía desde las alturas. Necesitaba aclarar sus pensamientos, liberarse del peso de las expectativas, de las cláusulas, del inminente futuro que se cernía sobre ella. Había aceptado el acuerdo, lo sabía, había jurado cumplirlo. Pero no se sentía lista para el siguiente paso, pensar en la intimidad con Gabriel la desbordaba.

No podía negar que disfrutaba de cada roce, de cada beso robado inesperadamente, de cada caricia estratégica con la que él marcaba territorio. Pero lo que debía hacer… era distinto. Era ceder completamente, era abrir una puerta que tal vez ya no podría cerrar. Lo que más la atormentaba era saber que sería su primer acercamiento a una relación íntima en circunstancias que jamás habría elegido para sí.

No por amor, no por deseo genuino. Lo haría por una deuda que ni siquiera era suya. Por salvar a su padre. Por cumplir un contrato que, aunque firmado con total conciencia, la había arrastrado a un escenario para el que no se sentía preparada.

Cerró los ojos mientras flotaba sobre el agua, sintiendo la caricia del líquido envolviéndola, como si por un momento pudiera esconderse allí, lejos de la presión, lejos de Gabriel, lejos de sí misma.

Pero no había escapatoria, lo sabía. Pronto tendría que enfrentar ese momento. Pronto tendría que cruzar esa línea en un acto de obligación…

Cuando terminó de nadar y regresó a su habitación, encontró la caja sobre la cama. La abrió con manos aún húmedas, reconociendo de inmediato la firma sutil de Gabriel en el gesto, aunque no hubiera nota. El vestido de seda marfil, los tacones perfectos… No había instrucciones porque no las necesitaba. Él la conducía sin imponer, la guiaba con esos pequeños movimientos que no dejaban margen para la negativa.

Horas después, cuando descendió las escaleras envuelta en aquella tela que se amoldaba a su silueta como si hubiera sido diseñada para ella, lo encontró esperándola en el salón, con la elegancia devastadora que lo caracterizaba.

La contempló durante varios segundos, sin molestarse en disimular la intensidad con la que la recorría con la mirada. Su mandíbula se tensó con la fuerza que ejercía para no avanzar hacia ella, acercarse más de lo que debía, antes de tiempo. La deseaba, lo sabía, pero también disfrutaba de esa distancia que ella aún imponía con tanto empeño.

—Estás preciosa —murmuró al fin, acercándose con pasos medidos, la voz descendiendo hasta convertirse en un susurro que parecía envolverse alrededor de ella.

—Solo sigo el protocolo —replicó Isabella, manteniendo la compostura, aunque su rubor la delatara. Sus mejillas ardían, y ni siquiera intentó ocultarlo.

Gabriel curvó los labios en una sonrisa apenas perceptible, luego, sacó del bolsillo interior de su chaqueta una pequeña caja de terciopelo negro. La abrió con la lentitud calculada de quien conoce el valor de la expectativa y le mostró el contenido: un anillo de matrimonio impresionante, de oro blanco, con un diamante tallado a la perfección, demasiado grande para pasar desapercibido, demasiado escandaloso para ignorarse.

—A partir de ahora, como mi esposa, debes llevarlo —le dijo con suavidad, como si estuviera anunciando algo irrelevante, aunque sus ojos grises ardían con la fuerza de una declaración definitiva.

Isabella lo observó, sintiendo que su garganta se secaba. No era un anillo cualquiera, no era discreto, no era algo que pudiera esconder. Aquella joya estaba diseñada para gritarle al mundo que ella tenía dueño, que pertenecía a alguien. A él.

Gabriel sacó su propia mano del bolsillo y le mostró el anillo que ya llevaba puesto: una banda sólida, elegante, grabada por dentro con las iniciales de ambos. Un gesto que no esperaba. No era solo ella quien debía exhibir ese compromiso. Él también lo llevaba, de forma visible, innegable.




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