Le deslizó el anillo en el dedo anular con la misma precisión con la que movía sus piezas en el ajedrez. La piedra capturó la luz del salón, resplandeciendo como un faro. No había forma de ignorarla.
Isabella tragó saliva, procesando el significado de aquella joya. No era una simple estrategia de imagen. Era una marca; una forma pública y escandalosa de anunciar el vínculo.
—Es excesivo —murmuró, todavía sin apartar la mirada de la piedra.
—Es perfecto —corrigió Gabriel, sin el menor atisbo de duda—. A veces, es necesario ser escandaloso para que no queden dudas.
Ella acarició con la yema de los dedos la superficie del diamante. No era que le desagradara, lo que la inquietaba era todo lo que representaba, lo que pesaba.
Gabriel le ofreció el brazo, y esta vez, Isabella lo tomó con más seguridad, como si, al aceptar ese anillo, también aceptara el papel que le correspondía.
—Esta noche es importante —le recordó él, mientras avanzaban juntos hacia la puerta—. Todos deben creer que somos una pareja sólida. Que estamos enamorados.
—Interpretaré mi papel a la perfección —afirmó ella, levantando el mentón con una determinación impecable.
—No me cabe duda —repitió Gabriel, con una sonrisa satisfecha.
El trayecto hasta el evento transcurrió en silencio, pero no era un silencio incómodo. Isabella miraba la ciudad desde el cristal del coche, consciente de que, a partir de esa noche, nadie podría ignorar la existencia de ese anillo. Gabriel repasaba mentalmente los nombres de los asistentes, pero su mente regresaba una y otra vez al momento en que sus dedos rozaron los de ella al colocarle la joya. Algo había cambiado.
Esa noche, Gabriel Deveraux se presentó como un hombre casado, no era un título vacío. Se encargó de que todos supieran, sin lugar a dudas, que la mujer a su lado era su esposa. No solo con palabras, sino con gestos. No solo con el anillo en su mano, sino con la forma en que la tocaba, con la manera en que la miraba, con forma que colocaba su mano en la parte baja de su espalda cada vez que la guiaba entre la multitud.
Isabella no defraudó. Se movió entre los invitados con elegancia, desplegando sonrisas sutiles, conversaciones inteligentes y la habilidad natural de quien sabe exactamente qué mostrar y qué reservarse. Jugaba su papel con maestría, pero en su interior, la pregunta seguía martillando.
¿Estaba lista para cruzar la última frontera? ¿Podría permitirse pasar el límite sin perderse a sí misma?
Él, por su parte, no dejaba de buscarla, no podía evitarlo. Había tenido muchas mujeres, pero ninguna le había exigido tanto, ninguna le había provocado esta fascinación constante. Isabella era un enigma, una promesa de algo que aún no le pertenecía por completo.
Durante el vals, Gabriel la estrechó contra su cuerpo, manteniendo una distancia mínima, apenas lo justo para no desatar un escándalo. El contacto de sus manos sobre la cintura de su esposa era firme, seguro, una forma muda de mostrar cercanía ante los presentes. Las miradas ajenas ya no le importaban. Todo su enfoque estaba en ella. En la forma en que respiraba, en la calidez que desprendía su piel, en la manera sutil en que temblaba cada vez que él deslizaba la yema de sus dedos por la curva de su espalda.
—Estás jugando demasiado bien —le susurró cerca de la oreja, su aliento rozándole la piel y estremeciéndola sin que pudiera evitarlo —. Casi me haces creer que realmente te gusto.
—Casi —replicó Isabella, con una sonrisa contenida que no alcanzaba a esconder el leve rubor que comenzaba a teñir sus mejillas—. Pero no te emociones demasiado, esposo mío.
—¿Puedo besarte? —preguntó él de pronto, sin preámbulos, con la misma voz profunda que utilizaba para cerrar sus tratos más importantes. Su tono no era juguetón, era serio, directo, como si aquello fuera una transacción delicada donde ella tenía el poder de aceptar o rechazar.
Isabella parpadeó, sorprendida por la pregunta, y desvió apenas la mirada, buscando recuperar el aire que de pronto le faltaba.
—No es adecuado… aquí —respondió en un murmullo apenas audible, pero lo suficientemente firme para marcar la distancia que creía necesaria.
Gabriel sonrió de lado, con esa expresión arrogante que la desarmaba.
—Esa no es la pregunta, mi Bella —corrigió, acercándose aún más, tanto que sus labios casi rozaron los de ella—. No te pregunté si era adecuado, te pregunté, si puedo.
La frase, pronunciada así, tan cerca, tan íntima, se hundió en su pecho como una descarga. Isabella no respondió, no podía. Su lengua se negó a articular palabra, atrapada en un conflicto que no había previsto. Sin embargo, su cuerpo la traicionó, cerró los ojos, muy despacio, como si esperara… como si deseara.
Gabriel lo vio, lo sintió, el leve temblor en sus manos, la respiración contenida, el modo en que sus pestañas descendieron con suavidad. No necesitaba una respuesta verbal, la tenía. Su boca rozó la de ella, apenas un contacto superficial, delicado, casi casto, pero suficiente para hacerla temblar. Una reacción sutil, imperceptible para otros, pero suficiente para que él comprendiera su efecto en ella.
Se apartó solo lo justo para susurrarle al oído, con la voz acariciando la línea de su mandíbula:
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Editado: 04.08.2025