Recuerdos.
Si amar es pecar, pequemos.
El Infierno rebosaba de criaturas de todo tipo, desde demonios de gran atractivo hasta bestias de lo más horripilantes y salidas de las peores pesadillas, animales de enormes portes pero fealdad severa, algunos ni siquiera tenían una forma definida más la mayoría tenía algo en común; su respeto y lealtad a Imonae. El rey del averno los había acogido cuando menos tuvieron, cuando fueron heridos, cuando los soltaron al mundo, cuando nacieron de alguna mala acción que les dio vista a lo que podían ser, sí, él los había reunido, los protegió de ataques sin fundamentos. Fue por ese motivo que cuando el rubio de ojos rojizos se hizo presente en lo que era el centro de su mazmorra, donde su palacio se erguía con burla a la más grande estructura arquitectónica creada por los humanos, tomado de la mano de su ángel todos le prestaron suma atención.
Anael fue presentada ante todos esos seres como la pareja del Diablo, el ángel tendría la protección de cada demonio allí presente y el rumor recorrió los interminables kilómetros que conformaban el hogar del mal. En un inicio aceptaron con rapidez, sin dudar, le dieron una reverencia a la chica que, pero los seres oscuros mantenían sus distancias, no le hablaban a menos que fuera muy necesario y siempre estaban alerta cuando el celestial rondaba esos páramos; fue gracias a Imonae que sus subordinados comenzaron a querer conocerla, ver al rey sonriente, con la guardia baja y siempre alrededor de ella causaba una profunda curiosidad pero, a la vez, las ganas de ser parte de eso también.
El primero en entablar conversaciones fluidas y divertidas fue Belce, él llevaba una chispa carismática y alegre a todos lados a pesar de ser el oscuro que era, lo siguió Glhor con más calma, pronto los cuatro se reunían para charlar y conocerse, jugaban entre carreras y vuelos, Imonae adoraba esos momentos, ver a su ángel divertirse entre los demonios era una postal que se grabaría en su memoria durante siglos y siglos sin haber algo que pudiera hacerlo olvidar porque Anael era deífica, sí, pero no por haber nacido en el Cielo sino por ser quien lo amaba sin importar nada. Un tesoro para el rey, su tesoro.
—Oh, a ti te recuerdo —Ann se acercó a una bestia que la veía interesado, el gran látigo que esta portaba a modo de cola se movía de un lado a otro, feliz—. Sí, sí eres tú, de pequeño viniste a mí —dio una caricia en la cabeza del ser, claro que ahora era mucho más grande de lo que recordaba—. Has crecido bien.
—Supongo que encontraste mascota —sonrió Glhor.
—¿Tú crees? Tal vez "amigo" sea la palabra correcta —suspiró.
—¿Es seguro para ti quedarte tanto tiempo aquí en el Infierno? ¿No tienes responsabilidades? —preguntó por lo bajo, el ángel lo observó con pena—. Sí las tienes, pero las estás dejando de lado.
—Sí, intento llevarlas a ritmo, pero no puedo —masajeó su cuello—. Extraño a Imonae cuando estoy con los míos y si regreso no puedo salir tan pronto como me gustaría asique me mantengo aquí, voy a la Tierra, cumplo con mi trabajo y de regreso.
—Pero debes tener cuidado, podrían sospechar —susurró el chico preocupado—. Imonae nunca ha sido de expresarnos lo que siente, pero si estás presente es muy fácil leerlo, no pensé que lo diría, pero me alegra que estés aquí y que nos aceptes.
—Gracias —retomó el andar junto al demonio feliz por lo que oía.
—Tal vez no sea la mayor de las comodidades, pero es tu hogar ahora también, eres parte de nosotros —palmeó su hombro divertido, estuvieron frente al palacio en pocos instantes.
Con cada encuentro entre Imonae y Anael los besos y las caricias estaban más que presentes siendo impensado el hecho de que estos faltaran, no podían no tocarse, no abrazarse o compartir sus sentimientos a través de sus labios. Anael había encontrado una adicción en esos contactos que tenía con su rubio, no podía anhelarlos más cuando no los tenía, deseaba un simple toque, deseaba un mimo, una muestra de cariño, experimentar qué tanto podía sentir por él y comenzaba a tener pensamientos extraños, claro que estos eran provocados por su pareja que juguetonamente se le insinuaba o ponía en duda lo que conocía.
La pelimenta no comía o dormía ya que no le era necesario, no sentía hambre o cansancio por lo que no perdía tiempo con ese tipo de situaciones y siempre pensó que eran una tontera. Claro que jamás se imaginó que la comida podía ser tan deliciosa, las frutas tan jugosas y dulces, a veces, algo ácidas pero seguían encantándole, ¡Ni hablar de las comidas humanas! En verdad no entendía cómo era que los ángeles no sabían de semejantes lujos y placeres, hasta que conoció lo que es tenderse en una cama por gusto y placer, dormir, descansar, sin preocuparse al menos por una hora. Increíble.
Era por ello por lo que se encontraba allí, tendida en la cama de Imonae mientras jugueteaba con sus plumas esperando a que se hiciera presente. La puerta de la gran habitación se abrió con tranquilidad, Ann se incorporó quedando sentada sobre la mullida superficie para posar su mirada en la figura del diablo que cerraba detrás de sí con una sonrisa. Toda la habitación llevaba paredes negras, cortinas rojas en una ventana pequeña y el lecho portaba prendas de seda en el mismo tono sangriento, a Anael no le incomodaba, por el contrario, le parecía bastante propio de Imonae.
—Hasta que llegas, me estaba aburriendo —sonrió.
—Sí, perdón, tuve que supervisar una tortura —se encogió de hombros, ella desvió la mirada dejando claro que no quería saber del tema—. Lo siento, sé que no te gusta eso.
—No te preocupes —negó palmeado a su lado y viéndolo acercarse con un cuenco en las manos—. ¿Qué es eso?
—Cerezas, ¿Quieres probar? —sonrió ocupando el centro de la cama, sus alas descansando sobre la misma y en un santiamén tuvo a la ojiplata sobre su regazo tomando una de las pequeñas frutas—. ¿Las conocías?