Devil

35

Recuerdos.

Un hasta siempre no es mucho.

Haber dejado el Cielo fue tortuoso para Anael, apenas había llegado al Infierno le contó todo a Imonae, todo lo que había hecho y sobre lo dicho por Rafael. Ya no había vuelta atrás, ahora más que nunca estaba realmente perdida sin poder regresar con los suyos, era un hecho, había dejado las Cadenas Divinas en su respectivo lugar, se despidió de todos a su manera y era ya un ángel caído, en especial porque sus plumas se tornaban grises con mayor rapidez que antes. Ya de nada servía arrancarlas.

Imonae se preguntaba qué estaba pasando con los ángeles pues no había recibido ataques o intenciones de un trueque y es que cuando un celestial de gran rango era corrompido sus pares iban por él al Infierno pero nadie sabía qué sucedía luego. Solo se encargaban de no dejar grandes poderes o conocimientos en manos de los demonios y eso era lo que aterraba al rubio, ¿Se llevarían a Anael? ¿Qué pasaría? ¿Qué debía esperar de toda esa situación? Si debía ser sincero, nunca se esperó que la excusa de la reunión haría a su ángel tomar la decisión más importante de su existencia, sorprendido, asustado, atónito, todo a la vez embargaba al rey demonio y no podía hacer más que esperar y acompañarla en su proceso de transformación y aceptación.

Ser un ángel de pureza tan alta como lo son los Serafines lleva un gran proceso de adaptación y cambio de sus energías positivas a negativas cuando caen de la Gracia Divina. Por ello se sienten perdidos, débiles o eufóricos, podían tener cambios de conducta abruptos, se descontrolaban en lo que sus cuerpos se adaptaban a las energías demoníacas que comenzaban a producir, las almas se apagaban o enardecían deseosas de más poder —dependiendo del pecado que los hubiera hecho caer—. Y por ello Imonae se encontraba junto a Ann que, tendida sobre la cama, se quejaba de su condición.

—Tranquila, pasará pronto —susurró el diablo besando los labios de su ángel, quien por supuesto no lo dejaba marcharse apresándolo entre sus piernas—. Ann, suéltame.

—No —negó observando el techo del cuarto oscuro, ladeó la cabeza—. Deberíamos salir, estoy tan cansada.

—Si lo estás debes descansar —comentó viéndola, sus ojos platinados portaban estelas rojizas—. Iré a ver a Glhor, quiero saber si tiene novedades.

—Bien —lo liberó incorporándose para caminar por el lugar como animal enjaulado, arrastrando sus alas sin ganas siquiera de plegarlas—. Vete y déjame sola, de todas formas me estoy pudriendo aquí.

—Oye —Belce la observó desde una de las esquinas con semblante molesto, había estado presente todo el tiempo en caso de que las cosas se pusieran difíciles con ella.

—Déjala, es normal, está teniendo problemas consigo misma. Dirá cosas hirientes, va a desquitarse con todo el mundo —murmuró Imonae, tranquilo—. Se comportará como un demonio.

—Esto es todo tu culpa —sonrió Anael viéndolo de manera retadora pero sexy a la vez—. Tú me has hecho esto, ¿No lo ves? Conseguiste lo que querías, que descendiera del Cielo y me hincara a tus pies, ¡Felicidades, amor! —se carcajeó pasando sus brazos por el cuello del rubio que desvió la mirada—. Me follaste como querías, se sintió bien, ¿Verdad? Claro que sí, lo hicimos muchas veces.

—Imbécil —Glhor la jaló hacia atrás aventándola al suelo para tomarla del mentón—. No seas estúpida, controla esa lengua viperina que tienes porque no eres la única que sufre, ¿Oíste? Tan poderosa y tan fácil de tirar al suelo por la oscuridad, ¿Dónde está tu control?

—¿Quieres que te diga donde putas tengo el control? —sonrió acercando su rostro—. ¿O te lo demuestro?

—Anael —el rubio se acuclilló a su lado—. Sé que la transformación es dolorosa, que escuchas las voces de demonios en tu mente, que te hacen decir y hacer de todo, pero tienes que entender que no has dejado de ser tú, ¿Acaso no fuiste tú la que me dijo que amarme no era malo? ¿Acaso no fuiste tú la que dijo que era tu elección quedarte aquí conmigo y que no cambiaría quién eres? No dejes de ser mi ángel a pesar de que no pertenezcas al Cielo ya.

—Imonae... —susurró parpadeando un par de veces, las estelas rojas de sus irises desapareciendo poco a poco—. Me volveré loca, mi cuerpo se siente tan extraño ahora mismo...

—Por naturaleza combates la oscuridad, una lucha entre el bien y el mal en tu propio cuerpo hasta que uno gane, has caído, ser demonio es lo que te espera, pero si no lo aceptas, no podrás sobrellevar mejor esa transición —suspiró—. Perdóname, no quería esto, de verdad que estoy arrepentido de haberte siquiera mirado de otra forma, no quería que terminaras con esta vida inmunda que llevo.

—Solo quédate conmigo —sollozó aferrándose a él—. No te arrepientas de mí, porque te amo.

—También te amo —asintió besando su mejilla.

—Gracias —Anael observó a Glhor—. Por detenerme.

—Lo haré cada vez que lo necesites, somos amigos —sonrió de lado—. Y él, es mi amo, no puedo dejarte herirlo. No tú, no seas tú quien lo haga.

—No lo haré —negó cerrando los ojos, posando su frente contra el hombro de Imonae que suspiró cansino—. ¿También pasaste por esto?

—No, jamás —el rey demonio suspira recordando aquellos tiempos—. Los ángeles sufren esto porque se niegan en cierto punto a terminar de caer, porque su luz quiere dar pelea, pero yo, nunca me arrepentí, nunca dudé, nunca negué quien soy. Anael, yo soy el primer pecador entre los celestiales, soy el origen de todo, por mí es que ustedes pasan por esto.

El proceso era diferente para cada ángel, algunos se transformaban de inmediato, otros sufrirían un considerable tiempo o morían no pudiendo soportarlo. Anael lleva lo que podemos decir que es una semana en tiempos terrenales y se está volviendo loca con ello.

Abre los ojos de manera abrupta, se incorpora buscando con la mirada a Imonae pero no se encuentra en ese cuarto, suspira llevando sus rodillas la pecho mientras traga duro, ¿Qué pasa con ella? ¿Por qué no acaba esa tortura? ¿Por qué no termina de dejar de ser luz y volverse oscuridad? ¿Por qué parece luchar contra todo y a la vez nada? Está asustada, teme, pero sabe que es necesario para poder seguir con Imonae, pero... Ah, su hermoso Imonae, su amado rubio, es lo único que la mantiene tranquila y sin embargo, cuando no está presente, lo odia por dejarla sola.




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