Devil

36

Recuerdos.

Castigos.

Encerrada. Aquella celda de barrotes dorados y luminiscencia extrema mantenía cautiva a Anael que ovillada en una esquina esperaba paciente su sentencia, tragando duro cada cinco minutos mientras sus manos temblaban contra su pecho, aterrada, parecía un cachorro perdido que no sabía qué haría con su vida. Observó a su alrededor, estuvo allí muchas veces, jamás pensó que ocuparía el lugar de los ángeles traidores, pecadores, corrompidos y despreciados, sollozó quitando las lágrimas negándose a pensar negativa porque tenía la esperanza de poder convencer a Dios y a sus hermanos de que no había hecho algo tan terrible, que podía seguir siendo quien era o que al menos, la dejaran marchar; si era necesario entregaría sus alas, sus dones, todo lo que fuera parte del Cielo porque no lo necesitaba, solo quería estar junto a su rey demonio, nada más.

Cerró los ojos un segundo recordando su primer beso, la forma en que se sintió y sonrió en grande porque no había elixir de vida más importante y poderoso que esos toques. Las caricias. Eso que sentía por el diablo era todo lo que necesitaba para seguir adelante. Solo eso.

—Ann —la voz de su mejor amigo la espabiló, levantó la vista sorprendida y de un salto estuvo pegada a los barrotes viéndolo llorar por verla ahí. Se tomaron de las manos—. ¿Por qué? No puedo creerlo.

—Gabriel, estás aquí —sonrió un poco queriendo tener algo de alegría en ese instante—. ¿Qué es lo que sucede fuera de las celdas? No me han dicho nada desde que me trajeron aquí.

—No estoy seguro, sabes que solo soy un custodio, pero se preparan para la sentencia, te van a juzgar los Serafines y Querubines en compañía de los Guardianes, el resto no estamos invitados a ello, no sé más —explicó por lo bajo.

—¿Padre? —preguntó asustada.

—No sabemos nada de Él, parece que no predecirá esto, las sentencias son a cargo de los ángeles de la Primer Jerarquía, los más poderosos —desvió la mirada, relamió sus labios y volvió a su amiga—. ¿Por qué lo hiciste? ¿No eras feliz? ¿Cómo es que ese ser te engañó así? Creí que nunca te dejarías seducir por las tentaciones.

—Oh, Gabriel —se carcajeó bajo, en sus ojos se veían pequeñas estelas rojizas productor de las energías negativas que llevaba dentro—. ¿Qué me hizo? ¡De todo!

—Ann, por favor... —pidió al verla retroceder con una sonrisa perturbadora, no entendía por qué se comportaba de esa manera pero estaba seguro de que se trataba de haber sido corrompida.

—Soy un puto demonio, me encanta —pasó su lengua por los colmillos—. ¿No te gustaría probar? —se acercó para tomar con rapidez la mano del ángel—. ¿No has pensado en todo lo que podría hacerte un demonio si se lo propusieras?

—¡No hables así! —gritó, con los ojos llenos de lágrimas porque le resultaba desgarradora la escena. Nunca siquiera la consideró.

—Lo siento, olvidé que lloras de pronto —Anael rió—. Me estoy transformando, digo imbecilidades, no lo tomes personal... —mantuvo el silencio hasta dejarse caer de rodillas sobre el suelo al darse cuenta de que no podía dominar lo que le sucedía, la transformación—. Voy a morir, es por eso por lo que estoy muy asustada, pero, si tengo alguna oportunidad, por favor, no me olvides.

—No, no digas eso —el pelinegro lloró desesperado abrazándola a través de los barrotes—. Te amo, tonta, siempre serás mi mejor amiga.

—Gracias, por favor, cuídate —devolvió el gesto temblando, sus ojos fueron a la silueta de Jhosiel que los veía en la entrada de la celda.

—Gabriel, tienes que irte, tengo que hablar con ella —Jhosiel pronunció por lo bajo, el custodio salió de inmediato aguantando el sollozo. El recién llegado observó a la jovencita frente a él y suspiró—. Como guía, tengo que decirte lo que va a suceder ahora.

—S-Sí —murmuró.

—Te van a llevar a la Sala del Silencio, allí es donde se presiden los juicios y donde se dictará tu sentencia —ambos se observaron—. ¿Puedes responderme algo?

—Claro —asintió.

—¿Qué fue lo que pasó? —frunció el ceño.

—Me enamoré de Imonae, lo amo como no he amado a nadie, más de lo que amo a mis hermanos, más de lo que amo a Padre o a mí misma. Lo amo más que a la humanidad, será así por siempre, a través de los milenios, nunca va a existir otro que lo adore como lo hago yo —sonrió feliz—. Nunca. Me ha hecho feliz de formas que no tienes idea y lo repetiría una y otra vez, me uní a él cuando quise y no me arrepiento.

—Ya veo —asintió entrelazando sus manos con las de Anael—. Cuando te vi tan feliz, quise preguntarte, saber qué pasaba en tus misiones pero creí que estarías bien porque se trataba de ti.

—¿Por qué lo dices de esa manera? Parece que quisieras culpar a Imonae de todo esto y no es así, los dos nos enamoramos, tomamos decisiones y no nos arrepentimos —Ann bajó la mirada—. Tal vez para todo el mundo esté mal, sea algo poco de concebir, pero es así; amar no puede ser un pecado cuando es genuino, no importa el lugar de procedencia, el color de piel, lo que creo o lo que no cree, si te hace feliz, si es para ti un lugar seguro y te hace ser mejor, entonces, es tan correcto como lo es respirar. Es natural, se da solo y no puedes condenarlo porque no lo entiendes, el problema es tuyo no de los demás.

—Entiendo. Suena tan bonito, y lamento tanto que esté pasando todo esto, de verdad. Si pudiera hacer algo, lo haría —suspiró con pesar—. Pase lo que pase, sé fuerte.

—Lo haré —susurró, Jhosiel se retiró, la habitación quedó en silencio y ella regresó a su rincón para soñar con su demonio y sus amigos del averno—. Prometí quererte para siempre, nunca hubo dudas en mí, Imonae, pero el destino tuvo planes diferentes para nosotros, espero que me puedas perdonar por no poder darte todo el tiempo que te quería dar.

Cuando todo estuvo preparado para la sentencia, Castiel y Zadkiel se encargaron de escoltar al Serafín por los corredores, con sus manos atadas y sus alas bloqueadas impidiendo el vuelo, todos los presentes observaron la situación con congoja, no era algo común que sucediera. En menos de lo que esperó, Anael atravesó el umbral de la Sala del Silencio observando a su alrededor, Serafines y Querubines esperaban por ella vistiendo sus prendas características, sus espadas y arcos, guerreros en los laterales evitando cualquier salida. No había escapatoria, era hora de afrontarlo todo.




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