No se ha movido del lugar. No puede permitirse siquiera intentar alejarse un poco, espera a que el custodio pueda salir de la crisálida en la que ha sido apresado para liberar a Anael; Caiel ha velado por él desde entonces, de cuclillas frente al capullo luminoso el guerrero espera en silencio. No puede creer que Gabriel se encuentre en ese estado, le duele verlo así. Desde que se animó a saludarlo y poco a poco tener conversaciones más fluidas y duraderas, formaron una gran amistad donde la reciprocidad sobre sus conocimientos era la principal llama que los unía.
—Te extraño, amigo mío —Caiel susurró observando la esfera de luz, podía ver apenas al ángel dormido, su rostro lleno de paz, pero parecía muerto en esa cosa.
—Debes salir de aquí —Rafael llegó a la entrada del lugar portando su báculo, observó la crisálida y luego a su compañero—. Caiel, tengo que cerrar la Sala del Silencio.
—No puedo dejarlo solo, quiero quedarme aquí —dijo poniéndose de pie con prontitud.
—Me temo que eso no puede ser, la Sala debe ser cerrada para no perturbarla y no puedes quedarte aquí porque te hará daño —suspiró—. Caiel, dalo por perdido, la crisálida no va a devolverlo porque tiene que cumplir con la sentencia, debe tener un prisionero dentro.
—Pero... —titubeó—. Él no hizo nada malo, solo fue demasiado bueno al creer que podría salir de esto solo, pero no lo puedes dejar, Rafael, por favor.
—Considéralo la forma en la que pagará por haber liberado a un prisionero —negó—. Te guste o no, él también cayó ante los encantados de Anael, ¿Por qué crees que desde un inicio la crisálida se presentó ante Gabriel? Además, tú también cometiste un error ayudando a esa pecadora a escapar del Cielo, no lo he olvidado. Tienes que salir, Castiel y los guardianes te esperan fuera, saben lo que hiciste.
—No me voy a rendir tan fácil —negó retrocediendo unos pasos.
—No hagas que use las cadenas, sabes que no podrás vencerme —se encogió de hombros—. Es hora, sal ya.
—Jhosiel y Anael van a venir por ti —espetó apretando los puños, no podía hacer más que obedecer al ver a todos los guardianes esperando por él.
—¿Tú crees? —sonrió acortando la distancia entre ellos para susurrarle con parsimonia y sin culpa—. Jhosiel está muerto, lo atravesó mi arma y a Anael, la pobre humana, la dejé caer desde las alturas y se estrelló en el suelo como la cucaracha inmunda que era, ¿Quién va a detenerme? Su alma no llegó a tiempo. Deja las ilusiones.
—No —murmuró el guerrero sin poder creerlo—. Lo que has hecho, es imperdonable... Matar a un humano, es un delito gravísimo para nosotros...
—Pero nadie lo sabe, y a ti no van a creerte —lo golpeó con fuerza aventándolo hacia la entrada de la Sala donde varios de los guardianes apresaron a Caiel a pesar de sus forcejeos—. Llévenlo a la celda, luego nos encargaremos de su sentencia.
—Sí, señor —asintió uno de los recién ascendidos al puesto.
—¡No, se están equivocando, es él quién debe ser apresado! —gritó Caiel mientras era arrastrado fuera de la Sala.
Rafael se lo quedó viendo con expresión aburrida, sus pares siempre habían sido demasiado fáciles de influenciar y eso era porque confiaban a ciegas en él al igual que lo hacía su Padre; mientras su comportamiento fuera bueno y mantuviera la cabeza gacha, nada lo delataba ni su cuerpo, a pesar de que cada vez estaba más podrido por dentro y se arrancaba las plumas oscurecidas sin importarle nada más, no se deterioraba con el paso del tiempo, ¿Por qué? Porque la transformación del guerrero a un demonio no era dolorosa, él aceptaba que era un maldito hijo de puta que odiaba a los demonios y odiaba a los ángeles ineptos que no podían seguir órdenes, pero a la vez aceptaba que era un ser celestial superior a los demás y eso lo llevaba a ser una combinación mortal. Rafael no se odiaba, no peleaba contra las energías sino que las dejaba fluir con gusto porque eran parte de él, cada vez menos luz quedaba en su interior pero podía soportar sentirse mal al atravesar las barreras.
Entonces, ¿Por qué Haniel y Anael habían sido heridos? Simple, porque se arrepintieron, porque prevalecía en ellos las ansias de seguir siendo puros, por ende, luchaban contra sus demonios, la culpa fue su peor enemigo. Rafael ya se había fusionado con su propio demonio interno y pronto terminaría de caer de la manera más pútrida de todas, pero, antes de que la entrada al Paraíso le fuera negada se encargaría de llevarse todo lo que deseaba y no dejaría nada para las futuras legiones.
Dios observaba desde la Gran Casa donde residía con los Querubines, sus tres leales seres de luz lo observaban intrigados y algo asustados por lo que estaba sucediendo entre los de menores jerarquías, Zorobabel había acudido a su padre temiendo ser castigada por Rafael al haber ayudado a Jhosiel a recuperarse de la herida y de persuadir a Zadkiel a ocultarse junto al guía hasta que retomara sus fuerzas. Dios caminó de un lado a otro observando en dirección donde Rafael y los demás se encontraban, suspiró, no había vuelta atrás, estaba por suceder lo impensado, lo que planeó por décadas para los humanos llegaría a sus hijos alados y aunque oprimiera su pecho con fuerza, no iba a interferir, ellos habían elegido a pesar de todo lo que les brindó y enseñó; lo normal es lo bueno, el mal, lo escoges tú y siempre será así.
—Zorobabel, busca a Amenadiel, vendrán conmigo, los van a necesitar luego —observó a la joven que asintió dudosa—. No temas, te cuidaré con mi vida, pero ahora mismo el Cielo, mi amado hogar, ha sido profanado por la codicia y el odio, no podemos quedarnos. Debemos esperar.
—¿El qué? —preguntó Archiel con tranquilidad, el Querubin tenía una gran curiosidad.
—Que los refuerzos lleguen —dio media vuelta encaminándose a la salida, Zorobabel corrió en dirección donde su hermano alado se hallaba y los ángeles de mayor rango se observaron entre ellos sin saber qué venía pero fieles a su Padre y sus decisiones.