El primer lugar al que Anael se dirigió tras salir del averno fue el hospital principal de la ciudad donde vivió durante toda su vida humana, observó todo maravillada porque recordaba poco de ello por el proceso al que la habían sometido para que su alma pudiera volver a ingresar en su cuerpo. Se dirigió hacia la que fue su casa encontrándola por completo irreconocible, todos aquellos daños que sufrió el fatídico día donde sus padres salieron heridos habían desaparecido pero también parte de la estructura del edificio, podía verse que estaban en plenas refacciones de la casita. Sonrió, había buenos recuerdos dentro de todo ese caos por el que transitó como su primer diente caído, las primeras Navidades de su infancia, los festivales, fuegos artificiales, el prescolar y sus cumpleaños, eso todavía podía atesorarlo a pesar de que también rememoraba las veces en que lloró aterrada en su armario, huyó de extrañas figuras, escuchaba las mejores conversaciones en idiomas que no debía conocer y tuvo los primeros contactos con Imonae.
¿Realmente había temido de su rubio siendo humana? ¿Cómo es que olvidó lo mucho que lo amaba? No concebía esa parte, pero su vida entre las personas le demostró que son seres más frágiles mentalmente de lo que ellos creen y quieren reconocer.
Suspiró ingresando como si nada, observó todo a su alrededor, la salita había sido reducida, algunos muebles ya no estaban pero sentía aun ese calor hogareño con un toque lúgubre, típico de la casa de los Felch. Llegó a la cocina, allí fue donde tantas veces Eloísa le cocinó y preparó batidos con tal de animarla tras una noche de llanto o temor, se abrazó a sí misma mientras subía las escaleras con paso tranquilo, ya no había fotografías suyas o de sus papás, no había adornos y el cuarto que alguna vez le perteneció estaba intacto, oscuro... La habitación matrimonial albergaba a su madre, Eloísa descansaba sobre la cama abrazada a un retrato de su difunto esposo.
—Mamá... —susurró acercándose mientras sentía el nudo en su garganta, tomó asiento a un lado de la cama viendo los rastros de llanto en las mejillas de la mujer, el maquillaje corrido por la misma causa y una fotografía apretujada en su pecho de ella siendo pequeña—. ¿Fue duro para ti, verdad? Porque para mí fue una odisea, fue una tortura porque no estaba completa, pero fuiste una madre amorosa y sé que te ganó la desesperación con todo esto, ¿Y cómo no? Los humanos, somos frágiles...
Sollozó llevando una de sus manos a los cabellos de la mujercita para darle unas caricias.
—Me enojé tanto contigo y con papá, les dije cosas horribles y nunca me puse a pensar que no estaban listos para una hija con tantos problemas, yo no los elegí padres y ustedes no lo planearon, simplemente me pusieron aquí porque debía nacer —Anael sonrió con tristeza—. Aun así, quiero decirte que te perdono por lo que hiciste y por lo que no pudiste hacer por mí, te agradezco por llorar todas esas noches a mi lado, por abrazarme con fuerza a pesar de que estabas aterrada de mí y de la situación, por amarme a pesar de todo... Te perdono, Eloísa y te amo igual que a Jhon. Voy a darte un obsequio, para que no tengas que llorar tanto.
Las manos del ángel fueron a cada lado de la cabeza de Eloísa que no se percataba de su presencia exhausta después de su día depresivo por la muerte de su esposo, Anael juntó sus frentes sin dejar de verla, quería poder recordarla bien a futuro. Sus alas cubrieron por completo el cuerpo humano mientras sus ojos brillaban resplandecientes, borraría cada recuerdo que le impidiera a la humana seguir viviendo de una mejor manera, se borró de cada escena, cada fotografía, cada emoción, cada lágrima que su madre derramó con, para y por ella. Eloísa Felch olvidó por completo que alguna vez tuvo una hija, la foto contra su pecho se desvaneció, ahora solo debería lidiar con el luto de Jhon.
—Adiós, mamá —murmuró poniéndose de pie para salir de la casa con premura, dejando atrás lo que quedaba de su vida humana y todo lo que pudieron darle para menguar sus problemas.
Y así fue como terminó vagando por las calles, caminando con parsimonia notando que no había ángeles cerca, que el ambiente estaba tenso por alguna extraña razón y solo se debía a que algo sucedía en el Reino de Dios. Antes de intentar indagar el porqué de lo que fuera que acontecía siguió su instinto para localizar a Thomas, aquel loco sacerdote que daba más miedo que esperanza y no le extrañó encontrarlo internado en un hospital de la ciudad —menos lujoso que donde Jhon estuvo sus últimos días—; ladeó la cabeza viéndolo desde una esquina de la habitación, los médicos iban y venían conversando entre ellos, las enfermeras se encargaban de cambiar los sueros, asegurarse de que cambia su bolsa de orina y demás. El hombre se encontraba en coma por una fuerte contusión en su cabeza, sin mencionar el paro cardiopulmonar que sufrió cuando Rafael lo atacó el día que encontró a Anael, el Serafín suspiró acercándose a la cama.
—Mira dónde has terminado, hombre de Dios —chasqueó la lengua—. Tenías tanto potencial, un humano que percibía mucho del mundo, ¿Tienes idea de los pocos que nacen con ello y lo desarrollan hasta la adultez? Casi nulos, pero tú tenías todo para ser diferente, para cambiar el mundo o intentar dar tu aporte y te equivocaste —observó por la ventana y regresó la vista al humano que llevaba una venda en la cabeza—. Me voy a llevar tu don, no lo mereces y eres peligroso, si vives o mueres dependerá de ti y de qué tan fuerte eres, porque no puedo salvarte, no es mi campo.
Deslizó su mano por la frente del sacerdote llevándose consigo una leve estela blanquecina, señal de aquella habilidad que poesía Thomas, sonrió al verla. Qué pena.
—Tienes mucho qué recapacitar, veamos si tu coma te ayuda a darte cuenta —le dio una última mirada mientras se marchaba, dejando el hospital, las calles, la ciudad. Internándose en las afueras de los condominios sin la necesidad de volar, tan solo andar a pie como cualquier persona.