“Nada son los arrepentimientos si los consume el tiempo, y de nada sirve la idoneidad de circunstancias si la conciencia tarda”.
Múnich, Alemania. 10 de octubre de 1989.
Era una casa cómoda, pensaba al recorrer el andador, aunque nunca omitiendo el disgusto al encontrarse alguna araña en el rincón, o al pasar la mano por el muro y sentir la pintura trozándose ante el más mínimo roce.
Claro, entendía que la mudanza había sido inevitable, que al igual que otras veces, el empleo de su padre exigía esos sacrificios, cada tantos años, pero por alguna razón, esta vez se sentía muy diferente.
No llamó a Klara ni una sola vez, pues antes de que la voz le saliera de la garganta, una lucecita al final del pasillo, colándose por la rendija que quedaba, le dió la pista definitiva para encontrarla.
Empujó la puerta, aunque con algo de trabajo por el óxido de las bisagras, y no pudo evitar soltar un bufido al hallar a la extraviada sentada sobre el piso, prácticamente ignorando su reciente llegada.
Imma estaba segura de que si una rata le pasaba al costado la mayor ni siquiera osaría mirarla. ¿Qué era eso que la mantenía tan concentrada?
— ¿Qué lees? — Cuestionó la chiquilla, cruzando el umbral de la puerta para alcanzar a su hermana, y tras unos segundos sin respuesta, le pareció bien usar su pie para dar una patada ligera a la pierna contraria. — Hola, Klara. Te estoy hablando.
La muchacha alzó la mano derecha, pidiéndole un segundo, y cuando hubo concluido el párrafo, también se le escapó un suspiro.
— Creo que son… cartas — Respondió con el ceño fruncido, pasando a la siguiente de las hojas amarillentas entre sus dedos, siempre pendiente a la firma al pie de página.
— ¿Y de dónde las sacaste? — Natural esa curiosidad, aunque no igual de latente que esas ganas de arrebatarle los textos a la mayor. Imma siempre había sido una persona impaciente.
— Ahí. — Señaló el ropero que dejaba atrás, justo al ponerse en pie y sentarse al borde del colchón polvoriento. — Estaban en un baúl.
— Mmm… — la rubia abrió la puerta rechinante del mueble, y algo de trabajo le costó ubicar el origen del hallazgo, pues más intriga le causó la ropa que aún pendía de los ganchos. ¿Era eso un uniforme? — Supongo que las leíste.
Klara asintió con la cabeza, nunca molestándose en mostrarse ofendida ante la acusación. ¿Qué explicaciones tenía que rendirle a ella? Vamos, ni que le pertenecieran. Aunque si podía admitir que algo de ruido le causaba que el nombre de su hermana se hallara impreso entre las letras del -hasta ahora- extraño.
— Te mandaron arriba a dejar las cajas, no a estar de entrometida.
Completamente racional la molestia de la muchacha, porque mientras ella y su madre se dedicaban a llenar estanterías en la planta baja, la otra se había tomado un descanso y sin licencia.
— Shh — Mandó a callar Klara, sacudiendo la mano libre en el aire, como si pretendiera echar a Imma de esa burbuja suya.
La menor alzó las cejas, incrédula ante el descaro de la castaña, y decidida (o más bien necia), le bastaron tres pasos para llegar a su derecha y, como si nada, arrancar la historia de las manos ajenas. Imma, previsora de las consecuencias, salió disparada hacia el baño del pasillo, ignorando por completo los gritos de Klara a sus espaldas.
Echó el pestillo a la puerta, se apoyó contra la madera para impedir la intrusión de su persecutora, y con esos aires juguetones se dedicó a pasar ese azul de mar sobre los renglones iniciales de lo que leía su antecesora.
No entendió nada, como era de esperarse, porque el principio del todo había quedado sepultado en hojas anteriores. Sin embargo, al igual que a Klara, el nombre del remitente le despertaba aires familiares.
— Ya deja de gritar. — Pidió a su hermana, esperando que los golpes sobre la puerta igualmente cesaran.
Esa supuesta tregua que Imma proponía, disfrazada de orden cínica, no tenía más propósito que saciar sus propias dudas.
— A ver. — Masculló rendida, cuando la obediencia no llegó. Abrió la puerta, todavía teniendo que retroceder un poco cuando se encontró con el puño de la mayor, listo para abollar la madera una vez más.
— Dámelas. — Exigió Klara, acompañando a Imma en el baño al extender la mano.
— Sí, pero… — Entrecerró los ojos, echando un último vistazo al papel antes de brindarle lo solicitado. — ¿Crees que las haya escrito papá?
— No. — Cortó la muchacha, sin titubear. — Mira la fecha, aún no había nacido. — Volvió entonces al pasillo, decidida a poner fin a la conversación, mucho más preocupada por conocer el desenlace. No obstante, antes de volver a encerrarse en aquella habitación oscurecida, paró en seco. Giró lentamente, con la idea brillando en el centro de sus pupilas al volver a ver a Imma. — Pero la abuela tenía un hermano que se llamaba así.
— ¿Quién? — No que no lo recordara, pero es que ese siempre había sido un tema algo...
— El nazi.
Y también, el último residente de ese, su nuevo hogar.
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Editado: 12.05.2025