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CARTA VII

𝑫𝒓𝒆𝒔𝒅𝒆

𝟑 𝓭𝓮 𝓸𝓬𝓽𝓾𝓫𝓻𝓮 𝓭𝓮 𝟏𝟗𝟑𝟗

Lo arruiné, Heike. Lo arruiné y de una forma…

Debiste odiarme. Seguro lo hiciste. Lo haces. Quiero que lo hagas.

Yo lo hago.

Ni siquiera puedo respirar. Estoy seguro de que no debería hacerlo. Casi deseo estar muerto. Pero ni siquiera eso me merezco.

Soy un cobarde, no hay otra manera de describirme, y lo reconozco, lo asumo. ¿Pero de qué me sirve a mi eso? ¿Cambia algo el sentirme de la forma en que me siento?

Ella estuvo mintiéndome todo este tiempo. Y es que no lo supe porque de repente hubiese decidido sincerarse conmigo. No. Me lo contó el General apenas volver. ¿Cómo lo supo? No tengo idea, pero no tuve oportunidad de acudir a la duda cuando todas las pruebas que la acusaban estaban tendidas frente a mi, en ese escritorio. Cuando nuestro padre parecía burlarse. No, no parecía. Lo hacía. Tenía esa maldita sonrisa altanera, me miraba casi con lástima, e incluso me llamó idiota en más de una ocasión.

Ahora sé que debí hacerme el sordo, Heike, que no debí hacerle caso cuando tachaba a Anneliese de traidora, de ser una zorra aprovechada, cuando me llamó inútil por no haberlo notado antes, por dejarme engatusar por unas caderas apetecibles y hacerme el ciego cuando el enemigo se escondía en mi propia casa, me decía que me quería y yo le creía.

La comparó con Gitta, incluso pintándola como algo mucho peor que una judía, una espía. ¿Y sabes qué fue lo peor? Qué le compre cada palabra del maldito discurso despectivo. Fuese por dolor o decepción, me sentí completamente traicionado, usado por Anneliese, y en ese momento todo lo que con ella viví se volvió una mentira absoluta, ese cariño que yo creía que ella me tenía se volvió una clara conveniencia. Pensé, razoné… Sólo concluí que ella me había tratado como un objeto.

Debí hablar con ella, debí buscarla para pedirle explicaciones, pero no lo hice porque soy idiota, porque en ese momento tomé como absoluto que cada palabra que saliera de esos labios, sería una mentira. Nada era lo que yo había afirmado durante tantos meses, Heike, y me dolió, lo odié. La odié.

¿Sabes cómo es, no? Esos niveles de manipulación que maneja el General, la forma en que usa todo a su antojo para crear realidades innegables en tu cabeza. Ni siquiera importa que me haya recordado la importancia de la astucia, de tener una mano dura con esos seres “inferiores” a los que llamamos mujeres. Él me recordó que los sueños no son buenos, que confiar en la gente no es algo aceptable, que siempre se tiene que ser egoísta para conseguir lo que se quiere, no un inepto complaciente, no un idiota enamorado de unos ojos bonitos. Sólo son traicioneros.

Por eso quería casarse conmigo, ¿no? Porque le era conveniente, porque yo era la perfecta tapadera de las andadas de su familia. ¿Quién iba a sospechar que eran traidores si ella desposaba a un nazi, verdad? ¿Quién iba a decir que los Zoeller eran judíos si paseaban por las tardes en compañía de un Frieder? Una pieza de un juego ajeno. Se supone que eso fui. Cómo antes, como con Gitta. Sólo el medio para un fin. Y ahí estaba el General Frieder, ofreciéndome la salida, aplastándome bajo su zapato por ser un hijo que, según él, no merecía. Nadie era tan imbécil como para caer en el mismo engaño dos veces. Nadie. Sólo yo.

¿Sabes por qué no fui a buscarla, Heike? Porque no me sentía capaz de mirarla a la cara y llamarla mentirosa, ni siquiera por el coraje que de mi se apoderaba, porque a pesar de todo, a pesar de que ella sólo me hubiese utilizado, mis sentimientos por ella siempre fueron sinceros. Yo la amé, la amo, la…

No, ¿con qué puto derecho afirmo esto después de haberle hecho algo así?

Dejé de beber hace dos años, lo sabes bien. Pero aún así el dolor en el pecho, la confusión y las ganas de mandarlo todo al demonio me empujaron al bar cerca de casa, ahí en donde solía encontrarme con Adler y Gert cada que volvía a Dresde. No bebí ni una gota del whisky que se me ofreció al verlos. Lo único que necesitaba, lo único que quería de ellos era ese remedio mágico que me sacaba de mi mismo, eso que por tres años me mantuvo absorto de lo que ocurrió contigo.

Debí verla antes de la redada de esa noche, advertirle, dejar de lado el orgullo herido que el General había ayudado a fomentar. Debí hacer caso omiso y solo protegerla, como dije que lo haría. Pero nunca he sido sensato. Nunca he sido capaz de controlar el dolor, por eso busco mitigarlo, por eso yo…

No sabía lo que hacía Heike, pero ni por eso merezco una jodida justificación. Jamás voy a tenerla.

Fue una línea.

Desperdicié en eso el fragmento de mi vida que pude usar para permitir que ellos se fueran. Pero pensé, en ese momento, que alguien que me había mentido de forma tan deliberada no merecía la oportunidad de defenderse, de huir de sus errores.

Yo no puedo escapar de los míos.

Pero Heike, ellos eran inocentes. No lo entendí entonces.

La cabeza me dolía, y cuando aparcamos frente a la casa en la que tantas veces había estado, cuando oí los primeros disparos, los gritos al irrumpir los demás en el interior, yo me quedé afuera, temiendo no poder hacer lo que me correspondía. Sabía que no podía mirarla a los ojos mientras le apuntaba con un arma. Y era por debilidad, tenía la voz de nuestra padre gritándomelo en la cabeza.

Por eso inhalé una segunda.

No debí. Sé que no debí, porque si lo que yo buscaba era valor para enfrentar a esa familia, para enfrentarme a ese rostro mentiroso… No fue lo que encontré.

Lo único que ese maldito vicio convocó en mi, fue a un maldito monstruo. Porque apenas la vi, apenas Anneliese se presentó ante mi…

Por Dios, Heike. ¿Qué hice?

No encontré ni rastro del amor que tanto dije sentir por ella, ninguna compasión me provocó al arrastrarla lejos del lugar, como si creyera que el castigo debería dárselo yo, como si fuese mi derecho, la retribución por el engaño.

No era yo, no fui yo. Pero a pesar de eso, es una culpa que ahora me pertenece, porque fueron mis manos las que la maltrataron, mi voz la que la insultó, mi estúpida idea de un castigo merecido lo que me hizo tomarla.




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